Meditación con referencia al evangelio de Lucas 16,19–31.
“Ni aunque resucite un muerto, se convertirán”, es la respuesta de Abraham a la súplica que el rico epulón le hace desde el fondo del infierno, preocupado de que sus hermanos no vayan a parar al mismo lugar de castigo. Difícilmente se puede hablar con más crudeza, no de la riqueza y de sus peligros (eso lo hace Jesús en otra parte), sino de la dureza de corazón del hombre rico, que abunda en toda clase de bienes, que banquetea a diario y viste a la última moda, sin echar una mirada siquiera al pobre que yace a su puerta. El pecado que le mereció la condenación eterna, al menos aquí en esta parábola, no fue la posesión de los bienes, sino su disfrute egoísta, la dureza de su corazón. Lo condenó no su riqueza sino su “insensibilidad social”.
“Entre nosotros y ustedes”, le explica Abraham al condenado suplicante, “ha quedado abierto un inmenso vacío”, que nadie lo puede cruzar. Ya se agotó el tiempo de la comunión, del merecimiento, de la solidaridad. Este abismo intransitable comenzó a originarse entre el quicio de la entrada a la casa del rico y la sala de sus banquetes. Pocos metros en el piso, pero infinita la distancia en el corazón. Ni siquiera las migajas de su mesa le llegaban al mendigo para saciar su hambre. Sólo un perro callejero le lamía las llagas; éste es el único consuelo que recibía. La solidaridad instintiva del animal refleja, con violento contraste, lo irracional de la insensibilidad del rico. Si no lo dijera Jesús, sería difícil de creer; pero él conoce las profundidades del corazón y la oscuridad que lo envuelve.
El pobre de la parábola tiene nombre. Se llama Lázaro. Sí; el pobre tiene un nombre, un rostro, una identidad propia ante Dios. Cuenta como persona ante él. En otro lugar Jesús nos va a decir: “a mi me lo hicieron”, ese soy yo. Además, Lázaro significa “Dios ayuda”. Dios es quien cuida del pobre, su protector. El rico, en cambio, sólo se identifica por su adjetivo, “epulón”, comilón, devorador. La parábola no nos da pie para señalar a uno en particular, sino para mirar nuestro propio corazón y la relación con los demás. Sobre todos pesa la advertencia de Jesús: “A quien más se le dio, más se le pedirá”, una rendición de cuenta con justicia estrictamente proporcional.
El remedio (el único) que propone Jesús “para no ir a parar a ese lugar de tormento”, es escuchar la Palabra de Dios: “Tienen las enseñanzas de Moisés y de los Profetas”. Los milagros no bastan, si no abrimos el corazón a la escucha humilde de la Palabra de Dios. La fe que salva es la que se origina en el Evangelio de Jesucristo. “Ni aunque un muerto resucite, se convertirán”, advierte Jesús. Todos buscan milagros; pero pocos aman la voluntad del Señor. Sin embargo, para nosotros, el milagro ya se dio: Jesús resucitó y está entre nosotros. Si tuviéramos fe en Él y en su palabra salvadora, ya hubiéramos curado las llagas de tantos hermanos nuestros que yacen a nuestra puerta esperando salvación.
† Mario De Gasperín Gasperín Obispo de Querétaro