Querido Mons. Mario De Gasperín, queridos sacerdotes:
Con una comprensión que abraza todas las fibras de su ser y la totalidad de su alma, San Pablo comprendió que «nada vale la pena en comparación con el bien supremo, que consiste en conocer a Cristo Jesús, mi Señor, por cuyo amor he renunciado a todo» (Fil 3, 8). Y, de alguna manera esta misma experiencia de comprensión del «bien supremo», fue lo que empujó a Don Mario De Gasperín, a dar al Señor una respuesta existencial afirmativa a la elección que hizo de él, para que fuera, primero, su discípulo y luego, su discípulo-apóstol invitado a servir a Dios movido por su Espíritu y poniendo su gloria en Cristo Jesús (cfr. Fil 3, 3).
Nos encontramos aquí, inmersos en la Eucaristía, precisamente para agradecer al Señor y a Mons. De Gasperín el «sí» perseverante que sin duda tuvo inicio el día de su bautismo y que, sostenido e impulsado por la gracia, fue madurando y haciéndose cada vez más consciente, particularmente en el momento en el que el Señor lo llamó a seguirle, a estar con Él y a configurarse con Él, para luego ser, desde hace ya 25 años, con Pedro y bajo Pedro, sucesor de los apóstoles y pescador de hombres, a imagen del Buen Pastor. Por ello, con el salmista decimos: «Entonen en su honor himnos y cantos». «Recuerden los prodigios que Él ha hecho, sus portentos y oráculos».
El Papa Juan Pablo II, en el primer capítulo de su libro «Don y misterio», dice que «en su dimensión más profunda, toda vocación sacerdotal es un gran misterio, es un don que supera infinitamente al hombre. Cada uno de nosotros, sacerdotes, lo experimenta claramente durante toda su vida» (BAC, Madrid 1996, p. 17). Efectivamente, la vocación sacerdotal es un gran misterio del que no podemos hablar sino con gran humildad y con profunda admiración y gratitud. Ser sacerdote para siempre y también, para siempre, sucedor de los apóstoles. Gran responsabilidad esta, como grande y plena debe ser la confianza en la misericordia divina que hace abrir el corazón a la esperanza y que a su vez impulsa a mantener firmes las manos en el arado, en el modo, lugar y tiempo que el Señor lo dispone.
Tú, querido hermano, has bien experimentado que no hay nada más bello y retador en la vida del sacerdote que procurando la santidad propia y la de los demás. Tú has bien comprendido y experimentado que no existe algo más urgente que predicar la Buena Nueva a todos los hombres; que no puede haber en la vida sacerdotal algo más maravilloso que pronunciar en primera persona y como propias aquellas palabras que sólo le pertenecen a Jesús y que por el misterio sacerdotal Cristo nos permite decir: «yo te absuelvo», «esto es mi Cuerpo», «esta es mi Sangre». Que no existe en nuestra vida sacerdotal algo más urgente y maravilloso que actuar «in persona Christi capitis», para perdonar los pecados, reconciliar corazones, transformar vida por la misericordia de Dios, y hacer presente en la celebración de la Santa Misa al Amor indestructible que salva y que da vida eterna.
Tú lo sabes y lo sabe bien quien, dirigiendo la mirada retrospectiva a su vida sacerdotal, constata cuánto la vivencia del misterio ha llenado su vida, permitiéndole ver crecer en torno a su ministerio sacerdotal una gran familia de hermanos y de hermanas, de padres, de madres y de hijos en el Espíritu, es decir de «familiares» y de amigos en Cristo, como los que hoy, ovejas del redil de Cristo, te acompañamos.
Ovejas de Cristo. Eso somos en realidad. Así lo narran las abellas y entrañables páginas del Evangelio que muestran a Jesús como el Buen Pastor, —imagen que los salmos y los profetas habían aplicado a Dios—, y a nosotros como sus ovejas. Imagen evocativa que a los primeros cristianos les resultó familiar, significativa y muy querida, tanto, que la más antigua imagen figurativa de Jesús que se conoce, encontrada en una de las catacumbas de Roma, es la del pastor con la oveja sobre sus hombros.
Como hemos escuchado en la Palabra apenas proclamada, Jesús, respondiendo a los fariseos que lo criticaban porque acogía a los pecadores y comía con ellos, les hace una pregunta: ¿Quién de ustedes, si tiene cien ovejas y se le pierde una, no deja a las noventa y nueve en el desierto y va en busca de la que se le perdió hasta encontrarla?
Sus oyentes saben que para el pastor que cuida de su propi rebaño, cada oveja es importante y que no puede permitirse perder ni una sola, porque ninguna le es indiferente. El hecho de tener al seguro noventa y nueve, no justifica desinteresarse de una. Cada una es importante y, entonces, a la extraviada hay que buscarla sin importar esfuerzos y fatigas, hasta encontrarla; y cuando la encuentra, hay que curar sus heridas, saciar su hambre y su sed, cargarla sobre los hombros y devolverla, sana y salva, al redil. Su alegría es tan grande que no se la puede guardar y la comparte con sus amigos: «Alégrense conmigo, porque he encontrado la oveja que se me había perdido».
Sin duda, este modo de hablar de Jesús agradaba a la gente sencilla; pero no a los de corazón orgulloso y complicado. Cuando sus adversarios lo critican, Jesús les habla del amor de Dios y de su solicitud por cada uno de los seres humanos, revelándoles que, cuando un pecador se convierte, el gozo en el cielo es inmenso. Porque para Dios, cada uno, cada pecador, es importante: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero y envió a su Hijo como sacrificio de purificación por nuestros pecados» (1 Jn 4, 10ss.). Como recuerda Ezequiel (18, 23), «Dios no quiere la muerte del malvado, sino que se convierta de su conducta y viva». Su misericordia es más grande que nuestras faltas: «El Señor es clemente y misericordioso, paciente y lleno de amor (…); no nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga de acuerdo con nuestras culpas. Pues como la altura del cielo sobre la tierra, así es su amor con los que le honran; y como dista el oriente del poniente, así aleja de nosotros nuestros crímenes. Como un padre siente ternura por sus hijos, así siente el Señor ternura por sus fieles» (Sal 103).
El amor de Dios por nosotros es eterno. Por ello, en Jesús, Único y verdadero Pastor y en su Cuerpo Místico, sigue buscando a la humanidad de todos los tiempos. ¡Sí! Él sigue buscando al hombre, a todo el hombre y a cda uno de los hombres para liberarlos de la esclavitud del pecado y conducirlos a la libertad de los hijos de Dios. Él sigue buscando al hombre, a todo el hombre y a cada uno de los hombres para liberarlos de la esclavitud del pecado y conducirlos a la libertad de los hijos de Dios. Él sigue vivo y presente en la Iglesia, y de modo particular sigue presente a través de aquellos que Él mismo eligió como pastores de sus ovejas, para que sean voz del Hijo que ofrece palabras de vida eterna (Jn 6, 68); para que sean las manos que proporcionen el alimento del Cuerpo y Sangre del Señor (Jn 6, 55), y el agua del Espíritu Santo (Jn 4, 14), para que sean los corazones que conduzcan a la humanidad por el Camino, la Verdad y la Vida (Jn 14, 6).
Por ello, —decía el Santo Padre—, «la santa inquietud de Cristo ha de animar al pastor: no es indiferente para él que muchas personas vaguen por el desierto. (…) El desierto de la pobreza, el desierto del hambre y de la sed; el desierto del abandono, de la soledad, del amor quebrantado. Existe también el desierto de la oscuridad de Dios, del vacío de las almas que ya no tienen conciencia de la dignidad y del rumbo del hombre. Los desiertos exteriores (que) se multiplican en el mundo, porque se han extendido los desiertos interiores».
La humanidad —ha dicho el Papa—, es la oveja descarriada en el desierto. Y la misión de la Iglesia en su conjunto y de cada uno de sus pastores consiste, precisamente, en ponerse en camino, como Cristo, para rescatar a los hombres de sus desiertos y para conducirlos al lugar de la vida, a la amistad con el Hijo de Dios que da vida en plenitud.
«Apacienta mis ovejas», dijo Jesús a Pedro; y apacentar quiere decir amar, esto es, estar dispuesto también a sufrir. La tarea del pastor puede parecer a veces gravosa. Pero es gozosa y grande, porque en definitiva es un servicio a la alegría de Dios que va en busca constante de la humanidad.
Queridos hermanos: Siguiendo al Buen Pastor, alentados por el testimonio de Mons. De Gasperín, salgamos siempre e incansablemente «a los caminos y desiertos» para llevar la invitación de Dios a todos los hombres. Servicio universal que abraza a todos, pero que supone y exige el compromiso por la unidad interior de la Iglesia, llamada a ser, por encima de todas las diferencias y límites, signo eficaz de la presencia de Dios en el mundo. «Les doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros» (Jn 13, 34). Común-unión en el amor a la manera de Cristo. Esto lo quiere el Señor para todos, pero de manera especialísima, la quiere de nosotros: «Padre santo, cuida en tu Nombre a aquellos que me diste, para que sean uno, como nosotros» (Ibid., 17, 11). Unidad que es la fuente de la fecundidad apostólica: «que sean uno pra que el mundo crea» (Ibid., 17, 21).
Muy querido hermano en el episcopado. Junto contigo dirigimos confiadamente nuestra mirada, nuestra oración y acción de gracias a Cristo, Buen Pastor, por el don del sacerdocio que, gracias a sus dones, has logrado hacer fructificar. Junto contigo, también dirigimos nuestra mirada de admiración y cariño a María Santísima, Madre nuestra y de toda la Iglesia, asombrándose de su radiante hermosura y grandeza, imagen y modelo de la Iglesia a la que a lo largo de todos estos años has servido y amado con todas tus fuerzas.
Que Ella siga cubriendo con su manto tu persona, tu ministerio y a toda tu grey, y te sostenga y acompañe día a día con su poderosa intercesión, hasta que llegue el gozoso momento en que puedas escuchar de los labios de Dios aquel: «Ven, siervo bueno y fiel…».
¡Felicidades Mons. De Gasperín. Que el Señor te siga colmando, hoy y siempre de sus bendiciones! Así sea.
† Christophe Pierre Nuncio Apostólico en México