Las enseñanzas de Jesús y sus bienaventuranzas son verdad, y hay hermanos nuestros que, a pesar de sus carencias, son bienaventurados.
Desconcertada regresó a su hogar la señora que, integrante de un grupo de beneficencia, no pudo hacer su buena obra a la ancianita visitada. Ésta vivía en una choza arrimada a la capilla del pueblo, con su brasero, unos trastos y un jergón para cobijarse. Agradeciéndole su oferta, le explicó a su benefactora que «no necesitaba nada y era feliz». No menos intrigada se mostró la joven universitaria que, venida desde Inglaterra para construir casas en un poblado de la sierra, de regreso a casa quiso dejar como recuerdo a una pequeña del lugar sus audífonos y su reproductor musical. Hecha la prueba de audición, preguntó la pequeña si también su amiga podía escuchar la música junto con ella y, al recibir la respuesta negativa, dijo: «entonces no lo quiero». La amistad solidaria para la pequeña y la fe en la providencia divina junto con la caridad fraterna para la anciana, eran más significativos que cualquier bien material.
Estas dos mini-historias no son para justificar la pobreza ni para pretender descargar la conciencia de la obligación moral que tenemos de procurar a todos una vida mejor. No; no son para eso, sino para comprobar que las enseñanzas de Jesús y sus bienaventuranzas son verdad, y que hay hermanos nuestros que, a pesar de sus carencias, son bienaventurados porque llevan la fe cristiana en sus almas y el amor de Dios en sus corazones. Son los depositarios de «la felicidad que el mundo no puede dar» prometida por Jesús y que se solía traducir como pobreza con dignidad.
Esto nos recuerda que el Estado no tiene ni la capacidad ni la solvencia moral para hacer a alguien feliz. La historia humana demuestra más bien lo contrario, como lo constató el mismo señor Jesucristo cuando precavió a sus discípulos de no ser como los señores de la tierra que dominan sobre sus súbditos y los someten a su voluntad. Los dueños del dinero y del poder han sumido en la miseria y el dolor a lo largo de la historia a pueblos enteros, como ahora lo seguimos viendo sin recato alguno en los medios de comunicación.
Largos años profesando un laicismo irreligioso, coloreado y musicalizado ahora por la televisión, han dejado una huella profunda y dolorosa en el corazón de las nuevas generaciones. Esta es obra trabajada a ciencia e inconsciencia a lo largo de casi un siglo. Para sanar estas heridas se necesita, como nos dijo el Papa en su visita, un corazón nuevo. Una renovación interior, desde lo profundo del espíritu, es impostergable y será fruto no de ofertas circunstanciales de campaña, sino de la escucha de la palabra de Dios, de la observancia de sus mandamientos y de la gracia divina acompañada por la fuerza del Espíritu Santo. Un grupo de católicos, siempre pequeño, aceptará esta palabra y buscará llevar una vida coherente con ella; los más, preferirán escuchar promesas más placenteras.
† Mario De Gasperín Gasperín Obispo Emérito de Querétaro