Queridos hermanos y hermanas en nuestra santa fe católica y en la esperanza de nuestra feliz resurrección.
1. La Solemnidad de Todos los Santos que celebramos el día de ayer y la Conmemoración de Los Fieles Difuntos que hacemos hoy, son dos aspectos de una misma celebración: De la esperanza cristiana, una ya cumplida otra por alcanzar. Salvados en esperanza.
2. Dos son los límites que el pecado impuso al hombre: El egoísmo, que nos limita en nuestra relación armoniosa con nuestros semejantes y la muerte, que nos corta la vida, el don más precioso dado por Dios. Contra el egoísmo y contra todas sus secuelas, Jesús nos redimió dándonos la prueba de su infinito amor y dejándonos su mandamiento, el de “amarnos los unos a los otros como Él nos amó”. Para superar el otro límite humano, el de la muerte, Él nos ofrece la esperanza cierta de participar de su resurrección. “Dios, que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos, dará también la vida a nuestros cuerpos mortales por medio de su Espíritu que habita en nosotros” (Cf Rm 8, 11). Llevamos, desde el Bautismo, el germen de la resurrección, el Espíritu que resucitó a Cristo y que se alimenta con el Pan de vida, la Santa Eucaristía.
3. También en relación con nuestros hermanos “que nos han precedido en el signo de la fe”, que han muerto antes que nosotros, mantenemos esta doble relación: Con unos, los ya reinantes con Cristo, nos unimos en el amor y la gratitud por haber superado las pruebas de la vida y gozar de las promesas que nos ofrece Jesús en sus Bienaventuranzas. Son bienaventurados y les suplicamos que intercedan por nosotros. Con los otros, los difuntos que todavía no alcanzan la felicidad, nos sentimos solidarios en el pecado y en la necesidad repurificación, y por ellos intercedemos con sufragios para que sus almas alcancen ya el perdón y la paz. Esta es la admirable “comunión de los santos”, el fraterno compartir en la fe las cosas santas: pedir auxilio y protección y brindar ayuda e intercesión. Celebramos en este díptico litúrgico la fe que afirmamos en el Credo: Creo en “la comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de los muertos y la vida eterna, amén”.
4. Pero hermanas y hermanos, “La vida eterna, ¿qué es?” se pregunta el papa Benedicto en su carta Salvados en Esperanza. Recordemos, dice el Papa, que nuestros padres nos llevaron en brazos y tocaron la puerta de la Iglesia pidiendo para nosotros precisamente “la vida eterna”. Por el Bautismo la vida terrena, recibida de nuestros padres, se conecta por medio de la Iglesia con la vida eterna. El Bautismo no es un acto de socialización: de imponer un nombre, de conseguir amistades mediante el compadrazgo, de adquirir un estatuto social o religioso simplemente: “Los padres esperan algo más para el bautizado: esperan que la fe, de la cual forma parte el cuerpo de la Iglesia y sus Sacramentos, le dé la vida eterna… “Pero”, añade el Papa, “¿De verdad queremos esto: vivir eternamente?” A muchos ahora no les parece muy apetecible; por eso buscan aplazar la muerte lo más posible y disfrutar de la vida hasta lo imposible, porque como tememos lo eterno invisible, nos asimos a lo temporal visible hasta el máximo. “¿Qué es, pues, lo que realmente queremos?”, se pregunta el Papa. No queremos vivir con esta miserable vida para siempre, pero tampoco queremos morir, al menos tan pronto. Esta es la paradoja de todo ser humano.
5. Con san Agustín, el Papa responde a este interrogante: “En realidad sólo queremos una cosa, la ‘vida bienaventurada’, la vida que simplemente es ‘vida’, que es simplemente ‘felicidad’”. Pero, ¿qué sabemos de esa vida que verdaderamente es vida, de esa felicidad que simplemente es felicidad? Desconocemos qué sea la ‘vida bienaventurada’, pero sin embargo la deseamos. Esto quiere decir que estamos “salvados en esperanza” que sólo tenemos una “sabia ignorancia”: no sabemos qué es esa vida feliz y sin embargo sabemos que debe existir y que nos llama.
6. Es lo que Job anhelaba, que por lo menos sus palabras perduraran esculpidas en bronce o en la peña con cincel, hasta que su Redentor al final se acuerde de él y, con sus propios ojos, pueda ver a Dios. Hecho una piltrafa humana, tiene todavía ojos para contemplar un día no lejano a su Redentor. Ya con la luz de Cristo Resucitado, san Pablo nos dice con toda certeza: “Nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador, el Señor Jesucristo. Él trasformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso, con la energía que tiene de someterlo todo a él”. ¡Qué grande misterio! ¡Qué hermosa esperanza! ¡Qué prodigios opera la fe!
7. Queridas familias cristianas: La vida de que ustedes son depositarias y que transmiten en su vida matrimonial, comienza en la intimidad de su hogar y se consuma en la eternidad, es decir, no termina jamás; se funde con el Amor de Dios, en la Vida de Dios, en la Felicidad de Dios. La “vida eterna” que pedimos a la Iglesia y que ésta en nombre de Dios nos ofrece, consiste, dice el Papa, en “el momento de sumergirse en el océano del amor infinito, en el cual el tiempo –el antes y el después- ya no existe más… Este momento es la vida en sentido pleno, sumergirse siempre de nuevo en la inmensidad del ser, a la vez que estamos desbordados por la alegría”. Es lo que nos promete Jesús: “Volveré a verlos y se alegrará su corazón y nadie podrá quitarles esa alegría” (Jo 16, 22).
8. Esto es posible porque quien venció a la muerte lleno de ignominia, como confesó el centurión, era “Hijo de Dios” (Mc 16, 16). “La vida y la muerte se trabaron en descomunal batalla; pero muerto el que es la Vida, triunfante se levanta”, canta la Iglesia en la Pascua. La muerte, el enemigo número uno de Dios, fue vencida para siempre por el amor infinito de Dios, manifestado en Cristo Jesús. Su amor infinito nos dio la vida eterna y así abrió para nosotros los humanos una dimensión de eternidad: “El que cree en mi, aunque haya muerto, vivirá”. De este Amor vivificante y de esta Vida feliz ustedes están llamados a ser testigos en la intimidad de su hogar, a vivirlos en su vida conyugal y a transmitirlos en su vida familiar. La vida y el amor que ustedes comunican en el tiempo, desemboca en la eternidad; lo que inician en el seno de una familia humana reposará en el seno de la Trinidad. En la santa Eucaristía celebramos este misterio: comemos este germen de eternidad, de vida bienaventurada, de eterna felicidad. La familia, como la Iglesia, vive de la Eucaristía, fuente de amor, de vida y de felicidad.
† Mario De Gasperín Gasperín VIII Obispo de Querétaro