Hermanos Presbíteros
Hermanas y hermanos:
1. El día 13 de Abril de 1962, mi inmediato predecesor el Excmo. Sr. Obispo Dr. D. Alfonso Toríz Cobián de grata memoria, a petición del Sr. Cura Pbro. D. Nazario Guerrero Vargas, declaró sea tenido “canónica y litúrgicamente” como “Santuario” este Templo que alberga la venerada imagen de Nuestra Señora de los Dolores de Soriano, “lo que, —añadía— sin duda cederá en mayor gloria de Dios nuestro Señor, en honor de su Santísima Madre, engrandecimiento de nuestra querida Diócesis, de la Parroquia de San Francisco de Colón y del referido Templo, y en edificación de los fieles”.
2. El mismo Excelentísimo señor Obispo, secundando el “deseo del clero y de los fieles cristianos de la Diócesis a él encomendada”, suplicó al Santo Padre, mediante la Congregación para el Culto Divino, “se digne benignamente constituir y declarar Patrona Principal de toda la Diócesis de Querétaro, a la Santísima Virgen María de los Dolores de Soriano”, puesto que, “todos los fieles cristianos de la Diócesis desde hace mucho tiempo, han venerado con especial devoción a la Santísima Virgen María Madre de Dios bajo esta advocación y aún la siguen venerando”.
3. La respuesta afirmativa del Papa Pablo VI, mediante la Congregación para el Culto Divino, no se hizo esperar; por tanto, “constituye y declara y confirma a la Santísima Virgen María de los Dolores de Soriano Patrona Principal ante Dios de toda la Diócesis de Querétaro con los derechos y privilegios establecidos en las normas litúrgicas”. Este decreto tiene fecha del 31 de Octubre de 1969, en la Ciudad del Vaticano (Prot. N. 1536/69).
4. Gracias al cuidado pastoral de un Párroco, al celo apostólico de un Obispo y a la solicitud paternal del Romano Pontífice, respondiendo todos ellos al deseo del Presbiterio diocesano y a la filial devoción de los fieles católicos, la Virgen María, en su advocación de Nuestra Señora de los Dolores de Soriano, es nuestra Patrona Principal. Ella es quien ahora nos reúne y congrega bajo su maternal protección. A este gran coro eclesial de amor filial quiero unir mi humilde acción de gracias por mi próximo jubileo episcopal, recordando que su venerada imagen estuvo presente en la inauguración de mi ministerio en esta Diócesis el 5 de Mayo de 1989. Gracias a todos ustedes por facilitarme este encuentro fraternal.
5. El Concilio Vaticano segundo afirmó que “el Hijo de Dios tomó de María la naturaleza humana para librar al hombre del pecado por medio de los misterios vividos en su carne”. Nuestra salvación la realizó Jesús mediante los “misterios” de su vida, es decir, mediante los diversos acontecimientos salvadores que comenzaron con su encarnación en el seno de María y culminaron con su glorificación en el cielo. Jesús nos salvó compartiendo con nosotros el itinerario de la vida humana en sus diversas manifestaciones y, en este caminar, María santísima estuvo presente de manera singular, sin igual. La Iglesia celebra y agradece esta cooperación de María Santísima en nuestra salvación a lo largo de del Año litúrgico, en las fiestas en su honor y lo hace con especial esplendor en los santuarios dedicados a su memoria. Es lo que se llama la “geografía de la fe”. Como nos enseñaron nuestros Obispos latinoamericanos, “en nuestros pueblos, el Evangelio ha sido anunciado presentando a la Virgen María como su realización más alta. Desde los orígenes, en su aparición y advocación de Guadalupe, María constituyó el gran signo, de rostro maternal y misericordioso, de la cercanía del Padre y de Cristo con quienes Ella nos invita a entrar en comunión… Como el de Guadalupe, los otros santuarios marianos del continente son signos del encuentro de la fe con la historia latinoamericana” (DP, 282).
6. Nosotros hemos tenido la fortuna de ser los herederos de este Santuario, que nuestros padres en la fe —misioneros, obispos, sacerdotes, catequistas, familias católicas— erigieron para honrar a la Madre de Jesús en el misterio de su presencia junto a la Cruz de su Hijo, con el nombre de “Santuario de Nuestra Señora de los Dolores de Soriano”. Aquí celebramos el misterio de la redención de Cristo en la Cruz y a su Madre Santísima asociada íntimamente a su pasión dolorosa; aquí celebramos esa “maternidad espiritual” por la cual María nos recibió como hijos, y esa “filiación espiritual” por la cual nosotros la recibimos como Madre, según el encargo de Jesús al discípulo Juan. En efecto, “como en la familia humana, la Iglesia-familia se genera en torno a una madre, quien confiere ‘alma’ y ternura a la convivencia familiar… Ella atrae multitudes a la comunión con Jesús y su Iglesia, como experimentamos a menudo en los santuarios marianos. Por eso la Iglesia, como la Virgen María, es Madre”, leemos en el documento de Aparecida (No. 268). Este santuario es la casa común diocesana donde aprendemos a ser hermanos por Cristo y en Cristo, cobijados por la amorosa protección de la Virgen Madre.
7. Cada santuario tiene su don, su gracia especial. La liturgia de la Iglesia nos invita a solicitar para nosotros la gracia de vernos “asociados con la Virgen en la pasión de Cristo”, a fin de ”aliviar los sufrimientos que Cristo sigue padeciendo en nuestros hermanos” y así “participar también de la gloria de la resurrección”. Ese santuario tiene que ser al mismo tiempo escuela de comunión eclesial y de fraternidad, centro de misericordia y de solidaridad, y fuente de esperanza cristiana. Todo peregrino viene aquí a revivir la peregrinación de la fe de María santísima, a quien su Hijo no ahorró “la incomprensión y la búsqueda constante del proyecto del Padre”, que Ella asumió como “mujer libre y fuerte, conscientemente orientada al verdadero seguimiento de Cristo” (Aparecida. 266).
8. El canto del magnificat “es el espejo del alma de María… Es el cántico que anuncia el nuevo Evangelio de Cristo; es el preludio del Sermón de la Montaña…(María) se manifiesta como modelo ‘para quienes no aceptan pasivamente las circunstancias adversas de la vida personal y social… sino que proclaman con Ella que Dios ensalza a los humildes y, si es el caso, ‘derriba a los poderosos de sus tronos’ (J.Pablo II, Homilía en Zapopan)” (DP 297). Estas palabras de nuestros Obispos, secundando la voz vigorosa de Juan Pablo Segundo, prolongan el anuncio profético de María y nos deben llegar al alma y empeñarnos en corregir las condiciones injustas que atentan contra la dignidad humana, especialmente contra la mujer. La violencia intrafamiliar es un lastre ancestral que venimos arrastrando y que, cualquier sociedad civilizada, mucho más si se dice católica, debe vencer. “Es necesario superar una mentalidad machista que ignora la novedad del cristianismo, donde se reconoce y proclama la ‘igual dignidad y responsabilidad de la mujer respecto al hombre’ (Benedicto XVI, Discurso Inaugural, 5)” (A. 453). Cualquiera que desprecie, ofenda, violente o discrimine a la mujer, sea como hija, esposa, hermana o madre “ignora la novedad del cristianismo”, es decir, no es cristiano ni merece el nombre de católico.
9. A la violencia intrafamiliar se asocia la propaganda en anuncios y telenovelas que “comercializan” y “venden” descaradamente la imagen de la mujer como objeto de consumo y placer. Le ofrecen con engaño la felicidad y sólo la desean como objeto de placer. A esta lacra social se asocia la denigrante explotación sexual de los menores. Éstas conductas no sólo degradan a las víctimas, sino también y mucho más, a quienes las promueven, obtienen ventajas y las toleran. El cinismo llega hasta el intento de darles legalidad y estatuto social. Por nuestra común dignidad humana, por nuestra vergüenza como seres racionales, por elemental salud social y por exigencia de la fe católica, tenemos que extirpar de entre nosotros toda violencia o explotación en contra de la mujer y en contra de los menores. No puede tener a María por madre quien desprecie u ofenda a su esposa, hija, hermana o madre: a cualquier mujer. Todos somos deudores de la mujer, comenzando por María “la bendita entre las mujeres”. En Ella, todas las mujeres participan de la bendición de Dios, no así quien las ofende.
10. La orden de María a los sirvientes en las bodas de Caná: “Hagan lo que Él les diga” —a pesar de lo “inoportuno” del momento, pues “no había llegado la hora de Jesús”—, es una orden consoladora para nosotros. Ella logró el milagro e hizo posible la fiesta y la alegría mesiánica. Los sirvientes tuvieron que hacer su parte: sacar y acarrear el agua, llenar las tinajas y, sobre todo, obedecer. Estas palabras de María son lo que la Iglesia llama la intercesión de María y de los Santos. Es poderosa. Las leemos aquí, a la entrada del “Museo de los Milagros”, donde el pueblo creyente y devoto de María, “ha visto con sus ojos y tocado con sus manos”, su poderosa y misericordiosa intercesión ante su Hijo Jesucristo. El museo es un monumento a la fe del pueblo católico y signo de gratitud a Dios por la protección maternal de María.
11. Todos nosotros, aunque creyentes, sentimos la necesidad de aumentar nuestra fe, para llegar a la altura de María. Su dicha comenzó cuando creyó: “Dichosa tú porque has creído”. ¿En qué o en quién creyó María? Creyó en la Palabra de Dios: “Hágase en mi según tu palabra”; y en Ella se cumplió “todo cuanto le fue dicho de parte del Señor”. El Papa Benedicto comenta: “El Magnificat está enteramente tejido por los hilos de la Sagrada Escritura, los hilos tomados de la Palabra de Dios. Así, se revela que en Ella la Palabra de Dios se encuentra verdaderamente en su casa, de donde entra y sale con naturalidad. Ella habla y piensa con la Palabra de Dios; la Palabra de Dios se le hace su palabra, y su palabra nace de la Palabra de Dios. Además, así se revela que sus pensamientos están en sintonía con los pensamientos de Dios, que su querer es un querer junto con Dios. Estando íntimamente penetrada por la Palabra de Dios, Ella puede llegar a ser Madre de la Palabra encarnada” (A 271), de Jesús. Seremos siervos dichosos como María, cuando “pensemos con la Palabra de Dios y la Palabra de Dios se haga palabra nuestra”; entonces comenzaremos a ser “discípulos y misioneros” de Jesucristo.
12. Hermanas y hermanos: Hemos traído a este Santuario nuestras alegrías y nuestras penas; las necesidades de nuestra familia y de la comunidad parroquial. Ahora es necesario que hagamos de nuestro hogar un “santuario familiar”. Los invito a construir en su casa un “altar familiar”. En el altar familiar se coloca en el lugar central el Crucifijo, el Sagrado Corazón de Jesús u otra imagen de Cristo; a su lado, la Virgen de Guadalupe, la Virgen de los Dolores de Soriano y luego las otras imágenes de nuestra devoción y tradición familiar. No debe faltar el santo Rosario, para rezarlo en familia, pues al recitarlo: “el pueblo cristiano aprende de María a contemplar la belleza del rostro de Cristo y a experimentar la profundidad de su amor” (J. Pablo II, RMV 1). Es bueno que tengan “agua bendita”, traída de la parroquia, en recuerdo de su Bautismo y en señal de protección; puede estar la “palma bendita” del Domingo de Ramos, para que les recuerde que en su hogar Cristo es el Rey. El altar familiar ha de ocupar el lugar de honor, no la televisión. En un sitio accesible deben estar la Santa Biblia y el Catecismo de la Iglesia Católica, para meditar la Palabra de Dios e instruirnos en la fe. Estas son los auxilios con que Dios nos guía, ilumina y protege.
13. Finalmente, los invito a considerar con atención esta maravilla: La santa Iglesia celebra en María a la Virgen Madre y a la Madre Virgen; una joven virgen que se convierte en madre y una mujer que llega a ser madre sin dejar de ser virgen. En María Santísima, ambas realidades humanas, la virginidad y la maternidad, fueron honradas y conjuntadas por la acción poderosa del Espíritu Santo; y del vientre de María nació un “fruto bendito”, Jesucristo Nuestro Señor. La Iglesia nos enseña a honrar en la mujer tanto la condición virginal como su vocación a la maternidad. Ahora, en la televisión y en el discurso oficial y de todos los días se hacen burlas de ambas cosas: de la maternidad y de la virginidad. Desprecian el plan de Dios.
14. En el designio de Dios, de la virginidad se pasa a la maternidad, mediante el sacramento del matrimonio; no hay un estadio intermedio de amante, amasia o compañera sentimental, como ahora dicen cínicamente, sino que la joven virgen, mediante el sacramento del matrimonio, se convierte en madre feliz de sus hijos. La joven que desea permanecer virgen, puede consagrar su vida a Dios y al servicio del prójimo. Existe en la Iglesia, desde el tiempo de los Apóstoles, el “Orden de las Vírgenes” y se ingresa mediante la “consagración virginal”. Recuerden a santa Inés y a santa Cecilia, vírgenes y mártires, gloria de la Iglesia. La mujer que desea casarse, lo hace según Dios, por la Iglesia, y se convierte en madre; así cumple su vocación y respeta su dignidad. La maternidad no es un oficio, ni un empleo, como lo son las profesiones civiles, sino una vocación, una misión. Puede, y es bueno, que la mujer desarrolle su talento y colabore al bien de la sociedad mediante un trabajo o una profesión, pero no puede ésta sustituir ni menoscabar su vocación a la maternidad. La profesión se la da la sociedad, la maternidad viene de Dios. Tanto la virginidad como la maternidad son las vocaciones que dignifican a la mujer; las otras son profesiones que la adornan, pero no la pueden suplir ni suplantar. En María, El Espíritu Santo, “Señor y dador de vida” y “Amor de Dios derramado en nuestros corazones” unió estas dos glorias, la maternidad y la virginidad. A ambas, por igual, honra la santa Iglesia.
14. La Virgen Madre, en el misterio de sus Dolores junto a la Cruz de su Hijo, nos asista siempre como familia diocesana: Ella nos ayude a llevar con entereza y valentía, con orgullo y con honor, la cruz gloriosa de Nuestro Señor Jesucristo para llegar a ser, como Ella, auténticos “discípulos y misioneros” de su Hijo, a quien sea el honor y la gloria por los siglos de los siglos. Amén.
† Mario de Gasperín Gasperín Obispo de Querétaro