Presentación
Después de dos años de arduo trabajo, el Señor nos ha concedido elaborar, en comunión y participación verdaderamente eclesial, el Plan Diocesano de Pastoral que ahora promulgo y ofrezco a los Agentes de pastoral y a la comunidad católica en general.
Lo acompaña esta Primera Carta Pastoral en la que expongo brevemente algunos puntos que he juzgado de especial interés doctrinal para mejor comprender la eclesiología que está en la base de nuestra pastoral diocesana.
Los temas escogidos, muchos de ellos apenas esbozados, quieren ser una invitación a un estudio y a una reflexión más detenida por parte de los Agentes de Pastoral, particularmente de los Consejos Parroquiales, de los Movimientos y Grupos apostólicos así como de los miembros de la Vida Consagrada y de todo el Presbiterio.
La Iglesia es una Comunión, es decir, un intercambio vital y orgánico donde todos y cada uno tiene una función que desarrollar para el bien propio y de todo el cuerpo eclesial. En la medida en que cada uno vaya encontrando el lugar que el Espíritu Santo le ha asignado en la comunidad, en esa misma medida contribuye a la edificación de la Iglesia y consigue su propia salvación.
El contenido de la presente Carta Pastoral se desarrolla en cuatro apartados:
- Dios nos mira con misericordia y tiene un Plan de Salvación para nosotros: Dios mira al hombre.
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La Iglesia, depositaria de ese Plan de Salvación: La Iglesia se mira así misma.
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El mundo, destinatario de la Salvación: La Iglesia mira al mundo.
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María Santísima, realización perfecta de la Salvación de Dios y modelo de nuestra salvación: La Iglesia mira a María.
Primero: Dios mira al hombre
1. El Plan Salvador de Dios
“Bendito sea Dios, Padre de Cristo Jesús nuestro Señor, que nos bendijo desde el cielo, en Cristo, con toda clase de bendiciones espirituales. En Cristo, Dios nos eligió desde antes de la creación del mundo, para andar en el amor y estar en su presencia sin culpa ni mancha. Determinó desde la eternidad que nosotros fuéramos sus hijos adoptivos por medio de Cristo Jesús. Eso es lo que quiso y más le gustó, para que se alabe siempre y por encima de toda esa gracia suya que nos manifiesta en el Bien amado. Pues en Cristo, la sangre que derramó paga nuestra libertad y nos merece el perdón de los pecados. En esto se ve la inmensidad de su Gracia, que él nos concedió con toda sabiduría e inteligencia. Y ahora, Dios nos da a conocer este secreto suyo, este proyecto nacido de su corazón, que formó en Cristo desde antes, para ponerlo en ejecución cuando llegara la plenitud de los tiempos. Todas las cosas han de reunirse bajo una sola cabeza, Cristo, tanto los seres celestiales como los terrenales. En Cristo, Dios nos apartó, a los que estábamos esperando al Mesías. Él, que dispone de todas las cosas como quiere, nos eligió para ser su pueblo, para alabanza de su gloria. Ustedes también al escuchar la Palabra de la Verdad, la Buena Nueva de que son salvados, creyeron en él, quedando sellados con el Espíritu Santo prometido, el cual es la garantía de nuestra herencia, y prepara la liberación del pueblo que Dios adoptó, con el fin de que sea siempre alabada su gloria”. Ef 1, 3-14En este hermoso y riquísimo texto, san Pablo nos descubre el plan misterioso y maravilloso de Dios que, estando escondido en su intimidad, nos lo ha dado a conocer en Cristo, su Hijo Bien amado y, por Cristo y en Cristo, nos ha colmado de toda clase de bendiciones, sin mérito nuestro, sino sólo por su misericordia y por su gracia. En Cristo, pues, somos hijos de Dios, su herencia preciosa, su pueblo, la Iglesia que él adquirió al precio de su sangre.
A formar parte de esta Iglesia nos convoca con la Palabra de la Verdad, el Evangelio, y nos sella y marca con el Espíritu Santo que nos santifica, es garantía de nuestra salvación y prenda de vida eterna. El Padre revela su designio salvador, lo realiza por medio de su Hijo, Jesús el Mesías, y el Espíritu Santo lleva a cabo y consuma la obra redentora del Hijo por medio de la Iglesia. Con razón, pues, el Concilio describe a la Iglesia como “un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (LG 4), de modo que la Santísima Trinidad es origen y modelo de la Iglesia así como su destino final.
Segundo: La Iglesia se mira a sí misma
2. Pertenencia a la Iglesia
Pertenecer, pues, a la Iglesia de Jesucristo es, sin lugar a dudas, la más grande gracia que el Señor nos ha concedido a los creyentes. Nadie nace cristiano; llega a serlo por especial llamado y gracia de Dios mediante el Sacramento del Bautismo, que recibimos del sacerdote que nos bautizó y de nuestros padres y padrinos como representantes de la comunidad cristiana y garantes de la fe recibida. Este hecho que nos parece tan “natural” por la costumbre y práctica cristiana de bautizar a los niños, es el inicio de la vida sobrenatural y divina en el hombre, que culminará con la resurrección de su cuerpo y con la vida y gloria inmortal. Como nadie merece la salvación –gratis Cristo nos salvó–, nadie nace con el derecho de pertenecer a la comunidad de salvación, a la Iglesia. Si a ella pertenecemos es por gracia y misericordia de Dios, sin mérito alguno de nuestra parte. Nadie, pues, tiene derecho a gloriarse, sino en la misericordia del Señor. La vida del cristiano debe de ser un himno constante de gratitud y alabanza al Señor por el don de la salvación mediante la pertenencia a su Iglesia.
3. Índole comunitaria de la salvación
Si el pertenecer a la Iglesia de Jesucristo es un don que Dios concede a cada individuo en particular, el espacio vital donde se realiza y recibe este don es la misma comunidad, la Iglesia. Quien recibe la gracia de la salvación, la recibe porque hay una comunidad creyente que lo acoge, y esta pertenencia a la Iglesia afecta necesariamente a todos los miembros que la integran. Así como el don de la vida lo recibe el individuo, pero siempre dentro de una familia y de una comunidad, así el don de la fe es un hecho eminentemente comunitario, eclesial. Dios, en su infinita misericordia, no quiso salvarnos de una manera individual, sino invitándonos a formar parte de un pueblo de salvación, la Iglesia, la gran familia de los hijos de Dios. La fe católica tiene necesariamente una índole comunitaria; el individualismo o cualquier clase de grupismo y separación, va en contra del auténtico espíritu cristiano. El cristianismo es la comunidad cristiana. Jesús murió en la cruz para “reunir en la unidad a los hijos de Dios dispersos por el pecado”. La división y el individualismo impiden y apartan de la salvación.
4. La Iglesia es católica
Esta comunidad de salvación es por fuerza universal. No tanto por el número y los lugares donde se encuentre extendida, sino por su naturaleza y misión propia que es congregar a todo el género humano en una sola y única comunidad de salvación. Esta es la Iglesia Católica y en esto precisamente consiste lo católico de esta singular comunidad: al mismo tiempo que es una, es universal en su entraña y en su ser, en su destino y en su vocación, en su naturaleza y en su misión. “Los Apóstoles no eran más que doce, y ellos eran ya la Iglesia católica” (Lacordaire). Así como la humanidad es una por su origen y destino, la misión de la Iglesia es restaurar y construir, mediante el anuncio del Evangelio, la unidad del género humano dañada por el misterio de la iniquidad que opera en la historia humana. Por eso dice el Concilio Vaticano II que la Iglesia “es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo género humano” (LG 1). Es tarea y misión de la Iglesia el recapitular, es decir, el volver a poner todas las cosas bajo una misma y única cabeza, Cristo. En este contexto la secta, por su particularismo individualista, se opone totalmente al designio salvador de Dios en Cristo. Pertenecer a la Iglesia de Jesucristo, a la católica, no debe reducirse a un vago sentimiento religioso, ni consiste primordialmente en tener un lugar donde satisfacer necesidades espirituales o morales según se presente, sino en estar bajo el señorío de Cristo y obedientes a él, ser constructores de la unidad y de la paz en el universo entero. “Si verdaderamente amas a Cristo, extiende el amor por todo el universo” (Optato de Mileve). La fe en Cristo que no es católica, no es conforme con el designio salvador de Dios: “No puede tener a Dios por Padre quien no reconozca a la Iglesia católica por madre” (S. Cipriano). Esta no es pretensión de la Iglesia católica, sino designio salvador de Dios.
5. El misterio de la Iglesia
La Iglesia de Jesucristo aparece como una sociedad compleja, pues lleva consigo el misterio de Su Señor. Es una asamblea visible de fieles y comunidad espiritual, Iglesia peregrina en esta tierra pero que contiene y da bienes eternos; Iglesia dotada de estructuras sociales y necesitada de bienes materiales, pero que no pone su confianza en ellos sino en los del cielo. En una palabra, la Iglesia de Jesucristo es una realidad misteriosa, dotada de elementos humanos y divinos. Las estructuras sociales que la componen sirven de instrumento al Espíritu Santo que la anima. En la Iglesia se esconde el misterio de su Fundador y Señor Jesucristo, Dios y hombre verdadero. Finalmente, pues, se le quiere equiparar a cualquiera otra sociedad humana y exigírsele adecuarse a sus leyes. No se organiza ni como un Estado moderno, ni como una empresa, ni mucho menos como un partido político. Ella es una realidad visible pero misteriosa, es el cuerpo místico de Cristo. Quien no se acerca a ella con ojos de fe, poco puede entender de su naturaleza y misión en este mundo.
6. La Iglesia diocesana
La Iglesia de Jesucristo subsiste de manera plena y perfecta en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro, el Papa, y por los Obispos, sucesores de los Apóstoles, en comunión con él. Esta Iglesia de Jesucristo, una, santa, católica y apostólica se encuentra, opera y se hace presente en todas y cada una de las Iglesias particulares o diócesis. La diócesis, pues, es una porción del Pueblo de Dios confiada a un Obispo que la apacienta en nombre de Jesucristo, con la colaboración de su Presbiterio, mediante el anuncio del Evangelio de la Salvación, donde se sella la alianza con Dios mediante la Eucaristía y la acción del Espíritu Santo. La Iglesia Universal se vive donde se realiza, aunque no se agota en ella, es decir, en la Iglesia particular o diócesis. En efecto, el Obispo como miembro del Colegio de los Obispos y, en comunión con Pedro y bajo Pedro, rige una Iglesia particular y participa con él del cuidado de todas las Iglesias y de toda la Iglesia. Esta pertenencia al único y mismo colegio episcopal que tiene por cabeza a Pedro, hace que el Obispo sea el centro e instrumento de comunión y pertenencia a la única Iglesia de Jesucristo. Por eso se afirma con verdad que “donde está el Obispo, allí está la Iglesia” (San Ignacio de Antioquia).
7. El Obispo: Maestro, Pontífice y Pastor
“Los Obispos, pues, puestos por el Espíritu Santo, son sucesores de los Apóstoles como Pastores de almas… Porque Cristo dio a los Apóstoles y a sus sucesores mandato y poder para enseñar a todas la gentes, para que santificaran a todos los hombres en la verdad y los apacentaran. Los Obispos, por consiguiente, han sido constituidos por el Espíritu Santo, que les ha sido dado, verdaderos y auténticos Maestros de la fe, Pontífices y Pastores” (CD 2).
Por tanto, “ninguna reunión de fieles ni ninguna comunidad de altar es legítima si no es bajo el sagrado ministerio del Obispo. Esta forma de reunión de la Iglesia particular, o diócesis, se extiende y vive en cada una de las comunidades de fieles que el Obispo preside por medio de sus presbíteros (parroquias, vicarías, capellanías, etc.) que bajo su autoridad santifican y gobiernan la porción de la grey a ellos encomendada” (CD 3).
De aquí que todo movimiento o asociación religiosa dentro de la diócesis debe contar con la aprobación y mantenerse en comunión con el Obispo y la pastoral que él establezca con la colaboración de sus presbíteros. Deben así mismo acatarse todas las normas particulares sobre la celebración de los sacramentos, pues quien no participa del altar del Obispo no edifica la comunidad, sino que la destruye. “Sea tenida por válida aquella Eucaristía que se celebre por el Obispo o quien de él tenga autorización… Sin contar con el Obispo, no es lícito ni bautizar ni celebrar el Ágape (Eucaristía); sino más bien aquello que él aprobare, eso es también lo agradable a Dios, a fin de que cuanto hagáis sea seguro y firme” (S. Ignacio de A., Esmir. VIII, 2). Lo diocesano, pues, tiene primacía sobre lo parroquial o sobre los intereses de cualquier comunidad menor.
8. La Santa Iglesia Catedral
El signo visible de esta autoridad del Obispo es la Iglesia Catedral; en ella el Obispo tiene su cátedra, signo de su oficio de Maestro de la fe, de su autoridad de Pastor de la diócesis, y signo también de la unidad de los creyentes en Cristo. En la Catedral está el Altar del Obispo donde preside el culto divino como Supremo Sacerdote de su grey, consagra los Óleos sagrados, particularmente el Santo Crisma, signo de la presencia del Espíritu Santo vivificante en la diócesis, y comunica el don del sacerdocio a quienes el Señor elige como ministros y sacerdotes del Nuevo Testamento para que renueven su Alianza.
De este modo, la Iglesia Catedral “por la majestad de su construcción es signo de aquel templo espiritual, que se edifica en las almas y que resplandece por magnificencia de la gracia divina… Debe ser manifestación de la imagen expresa y visible de la Iglesia de Cristo que predica, canta y adora en toda la extensión de la tierra, Debe ser considerada ciertamente como imagen del Cuerpo Místico de Cristo, cuyos miembros se unen mediante un único vínculo de caridad, alimentados por los dones que descienden como roció del cielo” (Pablo VI, C.A. Mirificus, 7 Dic., 1965).
Han, pues, de cultivar todos: Sacerdotes, religiosos y fieles, un amor y veneración por la Iglesia Catedral cual corresponde a la que es corazón y fuente de la vida litúrgica, espiritual y pastoral de la diócesis.
9. El Plan Diocesano de Pastoral
Teniendo en cuenta que el Señor ha enriquecido a su Esposa, la Iglesia, con múltiples dones, carismas, instituciones y ministerios; y ya que todos proceden de un sólo y mismo Espíritu, el camino práctico y operativo para vivir la unidad en esta diversidad, es el Plan Diocesano de Pastoral. Así nos lo enseñaron y pidieron nuestros Obispos Latinoamericanos en su célebre documento de Puebla: “La acción pastoral planificada es la respuesta específica, consciente e intencional, a las necesidades de la evangelización” (DP 1307a). Dado que la comunión y la participación son la línea medular de la pastoral, los Obispos señalan la metodología propia de este Plan: “Deberá realizarse en un proceso de participación en todos los niveles de las comunidades y personas interesadas, educándolas en la metodología del análisis de la realidad, para la reflexión sobre dicha realidad a partir del Evangelio, la opción por los objetivos y los medios más aptos y su uso más racional para la acción evangelizadora” (DP 1307b).
Este es el proceso que iniciamos en nuestra diócesis y en el cual nos hallamos implicados, de modo que todos, mediante nuestra participación consciente y responsable, edifiquemos la comunión. Debemos, pues, ser conscientes todos, sacerdotes, religiosos, religiosas y directivos de los Movimientos laicales, que si no han participado, ni encontrado su lugar activo y responsable en este Plan, su obra, por más esmerada que sea, no corresponde a la voluntad expresa del Señor en esta diócesis. El Santo Padre lo acaba de recordar a los religiosos con ocasión del Vo. Centenario de la Evangelización de América Latina: “La colaboración de los religiosos en la solicitud por todas las Iglesias no puede ejercerse sin la comunión orgánica con el ministerio pastoral de los Obispos y el acatamiento de sus disposiciones en lo que concierne al culto divino, a la evangelización y a la catequesis, según prescribe el derecho canónico.
Está claro, pues, que las iniciativas pastorales de los religiosos y de sus organismos de coordinación a nivel diocesano, nacional o supranacional, tienen que expresar sin ambigüedades ni reticencias una perfecta comunión con los pastores de la Iglesia en sus respectivas instancias” (J. Pablo II, Los Caminos del Evangelio, No. 23). Quedan pues descalificadas por el Magisterio de la Iglesia todas aquellas iniciativas apostólicas que impliquen magisterios y pastorales encontradas o paralelas (cf Ibid. No. 22). «No existe un magisterio “paralelo”, porque el único magisterio es el de Pedro y los Apóstoles, el del Papa y los Obispos» (PDV 55). “Esta es una realidad objetiva de fe, independiente de toda consideración personal” (DP 259). Cuando se da, en cambio, esa sintonía pastoral, los movimientos, los miembros e las Ordenes y Congregaciones religiosas, son una riqueza espiritual para todo el presbiterio diocesano, al que contribuyen con sus carismas específicos y ministerios especializados (cf PDV No. 31).
El Plan Diocesano de Pastoral es el instrumento adecuado que les ofrece el Pastor diocesano para que todos –sacerdotes diocesanos, religiosos, miembros de la vida consagrada y fieles laicos organizados– encuentren los caminos y medios apropiados para edificar la Iglesia del Señor donde él por su gracia los ha llamado a trabajar.
10. Los fieles laicos
El apostolado de los seglares brota de la naturaleza misma de su vocación cristiana, nunca puede faltar en la Iglesia y cumple tareas específicas y absolutamente necesarias (cf AA 1), de modo que sin esta actividad “el propio apostolado de los pastores no puede conseguir la mayoría de las veces plenamente su efecto” (AA 10). Porque bien “saben los pastores que no han sido instituidos por Cristo para asumir por sí solos toda la misión salvífica de la Iglesia en el mundo, sino que su eminente función consiste en apacentar a los fieles y reconocer sus servicios y carismas de tal suerte que todos, a su modo, cooperen unánimemente en la obra común” (LG 30). La Iglesia, pues, no estará bien fundada ni establecida, mientras no colabore con la jerarquía un laicado maduro y responsable.
A los fieles laicos está encomendado de manera singular la instauración del Reino de Dios en el mundo gestionando los asuntos temporales –la cultura, la política, la economía, la técnica, etc.– y ordenándolos según el Plan de Dios de modo que sean como alma y fermento del Reino (cf EN, 70). Es deber grave de los Pastores abrir a los laicos espacios de colaboración en la comunidad, procurar su adecuada preparación para que sean testigos del amor de Dios en el mundo e impregnen con la sal el Evangelio toda la realidad temporal. El hecho palpable de que no hemos cumplido con esta indispensable y grave tarea es que los actuales centros de poder en nuestra patria no están inspirados en los valores cristianos. Incluso los fieles laicos que han recibido una esmerada preparación en colegios de inspiración católica no tiene una presencia cristiana significativa en la sociedad.
11. La Parroquia
La parroquia es la localización inmediata de la Iglesia y de los medios de salvación para los fieles:“Es, en cierto sentido, la misma Iglesia que vive entre las casas de sus hijos y de sus hijas” (CFL 26). Aunque ordinariamente conste de un territorio y posea un templo principal, la parroquia, es, en primer lugar, “la familia de Dios, como una fraternidad, animada por el Espíritu de la unidad, es una casa de familia, fraterna y acogedora, es la comunidad de los fieles” (CFL 71). Es, en definitiva, una realidad teológica porque está fundada en la Eucaristía, porque tiene un Pastor que la rige y apacienta con la autoridad de Cristo y en nombre y representación del Obispo diocesano. Como es una “comunidad orgánica” que representa y vive toda la riqueza ministerial de Cristo, es necesario que en ella exista un signo visible y un instrumento apto de esta “organicidad”. Esta es la función de Consejo de Pastoral Parroquial, que es obligatorio en nuestra diócesis; y que en ella se promuevan e instauren, según las necesidades concretas y el juicio prudente de los pastores, los diversos ministerios (instituidos, aprobados para hombres y mujeres, diaconado permanente, sea para célibes como para hombres casados), que la Iglesia, Madre solícita, ofrece para el bien espiritual de sus hijos. La parroquia, por ser la casa común de los fieles, debe acoger a todos con sus peculiaridades y carismas de modo que sea verdaderamente un lugar y signo de comunión. Nada es más perjudicial al crecimiento de una parroquia que el monolitismo pastoral.
12. El Espíritu de diócesis y de parroquia
La parroquia es la casa común, la “fuente de la aldea donde todos acuden a calmar su sed” (Juan XXIII), “el lugar de la comunión de los creyentes y, a la vez, signo e instrumento de la común vocación a la comunión” (CFL 27). Ella “ofrece un modelo clarísimo del apostolado comunitario, porque reduce a la unidad todas las diversidades humanas que en ellas se encuentran y las inserta en la universalidad de la Iglesia” (AA 10b). Esto se hace cultivando “el sentido de diócesis, de la que la parroquia es como célula, dispuestos siempre a consagrar también sus esfuerzos en las obras diocesanas, siguiendo la invitación de su Pastor” (AA 10c).
Es pues indispensable para lograr la auténtica comunión eclesial que todas las instituciones de servicio, de apostolado, colegios o movimientos apostólicos, digan especial referencia a la parroquia en que están ubicados y a la diócesis donde trabajan; para esto no bastan afectos o expresiones vagas, sino que se requieren acciones y actitudes concretas: participar en el consejo parroquial, asistir a las reuniones de decanato, tomar parte en los retiros y asambleas del presbiterio de la diócesis, colaborar en tareas diocesanas, etc.
Esta comunión eclesial exige mutuo conocimiento y estima sincera; reconocimiento legítimo a la pluralidad de dones y carismas y disponibilidad a la colaboración; en una palabra, un auténtico amor a la Iglesia.
13. La triple dimensión mesiánica
La Iglesia, como cuerpo de Cristo y depositaria y continuadora de su obra salvífica en el mundo, participa del triple oficio mesiánico de Cristo Sacerdote, Profeta y Rey-Servidor. En efecto, él ha hecho de nosotros, en virtud de su sangre, “un reino de sacerdotes para Dios, su Padre” (Ap 1, 6) de modo que somos en verdad “casa espiritual y sacerdocio santo” (LG 10) para ofrecer dones y sacrificios espirituales; nos ha hecho partícipes también de su misión profética en cuanto nos ha concedido escuchar su palabra, interiorizarla mediante el Espíritu con el deber de vivirla y de dar público testimonio de ella; igualmente hemos sido llamados a testimoniar su amor al mundo y en el mundo participando de su misión de Siervo que no vino a ser servido sino a servir y a entregar su vida en rescate de todos en la cruz. Para el cristiano, como para Cristo, servir es reinar. Esta triple función o dimensión mesiánica emana de Cristo-Cabeza y se difunde por todo el cuerpo eclesial de modo que no deben entenderse separadamente sino como aspectos de una rica y múltiple realidad. No puede haber, pues, división ni separación entre el culto cristiano y la vida; entre la palabra y las celebraciones litúrgicas, ni entre éstas y la vida cristiana. La vida del cristiano que no se inspira en la palabra y no celebra su fe poco tarda en marchitarse y morir; y un culto cristiano que no se traduce en vida se vuelve vacío y desagradable a los ojos de Dios.
14. Liturgia y Religiosidad Popular
La liturgia es la celebración de los misterios de la salvación, particularmente del Misterio Pascual de Cristo; en ella se hace presente y actúa el misterio de la redención humana, de la perfecta glorificación de Dios y se ofrece a los hombre toda la riqueza sacramental de Cristo para su santificación y salvación. Ella es, pues, “la cumbre a la cual tiende toda la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda fuerza” (SC 10). Con todo, la liturgia no agota toda la riqueza de la vida espiritual y por eso la vida cristiana debe ser enriquecida con otras formas de piedad y de oración que la Iglesia llama religiosidad o piedad popular. Todos estos ejercicios piadosos son válidos y recomendables siempre y cuando sean conformes a la fe y normas de la Iglesia (cf SC 13). En nuestra diócesis existen numerosas y riquísimas expresiones de piedad popular con un rico contenido de fe que, sin embargo, “muestran en ciertos casos signos de desgaste y deformación y aparecen sustitutos aberrantes y sincretismos regresivos” (DP 453). Es, pues, del todo urgente purificar y revitalizar todas estas prácticas religiosas con la fuerza vivificante de la Palabra de Dios, haciendo que se inspiren en la Sagrada Liturgia y que a ella conduzcan.
Hay que retomar el “lenguaje total” que nuestro pueblo utiliza para expresar su fe: canto, imágenes, colores, gestos, danzas, peregrinaciones, con su respectiva ubicación en el tiempo mediante las fiestas religiosas, y los lugares sagrados, santuarios y templos. Para esto se requiere de gran conocimiento y sensibilidad artística y cultural –de la cual nuestros mayores nos han dejado ejemplos notables– así como de una gran fidelidad a la Palabra de Dios y a la fe de la Iglesia católica. Sólo en cuanto contiene encarnada la Palabra de Dios la religiosidad popular es instrumento válido de evangelización (cf DP 450). Toda práctica religiosa que no se nutra de la Palabra de Dios degenera en vana observancia y en superstición (cf EN 48).
15. La Palabra de Dios
El Plan Diocesano de Pastoral quiere ser, para nuestra Iglesia diocesana, el eco de la voz del Buen Pastor que conoce y llama a cada oveja por su nombre para que tengan vida abundante. Se impone, por parte de los fieles, una actitud de escucha atenta de la Palabra del Pastor, de la Palabra de Dios. Por eso en Puebla los Obispos Latinoamericanos dijeron que los proyectos y opciones pastorales “exigen una Iglesia en proceso permanente de evangelización, una Iglesia evangelizada que testimonia, proclama y celebra esa Palabra de Dios” (DP 1305). En efecto, “en los libros sagrados, el Padre, que está en el cielo, sale amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos. Y es tan grande el poder y la fuerza de la Palabra de Dios, que constituye sustento y vigor de la Iglesia, firmeza de fe para sus hijos, alimento del alma, fuente límpida y perenne de vida espiritual” (DV 21).
El amor, respeto y veneración por la santa Palabra de Dios debe expresarse en la lectura y meditación constante de la Escritura, tanto en privado como en reuniones de estudio y oración. Debe sobre todo cuidarse la celebración de la Palabra de Dios en la Misa, en los Sacramentos y en la homilía para no volverse “predicadores vacíos de la Palabra, que no la escuchan por dentro” (S. Agustín, Serm. 179, 1). El hambre de la Palabra de Dios que no alcanzan a saciar los católicos en la Iglesia, los obliga muchas veces a recurrir a las sectas en detrimento de su fe y con peligro de perderla.
16. La Instrucción pre-sacramental
Toda la actividad pastoral de la Iglesia debe desembocar en la celebración litúrgica la cual “supone la fe mediante el anuncio evangelizador, la catequesis y la predicación bíblica; ésta es la razón de ser de los cursos y encuentros presacramentales” (DP 927). Ningún sacramento es pastoralmente fructuoso sin una acuciosa preparación espiritual centrada en la Palabra de Dios.
La Instrucción pre-sacramental que se exige en nuestra diócesis no es sólo un requisito que debe cumplirse, sino que es parte integrante del Sacramento que se va a recibir, pues tiende a esclarecer e incrementar la fe que todo sacramento supone. Esta “Instrucción” pre-sacramental no debe quedarse en una mera instrucción doctrinal que cualquier fiel laico, con la debida preparación, puede impartir, sino que debe ser un verdadero “diálogo pastoral” entre el sacerdote y sus feligreses. Debemos de considerar los pastores que son pocas las ocasiones que se ofrecen a los fieles de dialogar con un sacerdote sobre asuntos de fe, y exponer filialmente sus dudas e inseguridades. Este diálogo pastoral sereno y prolongado es indispensable sobre todo en nuestro contexto cultural para disipar incontables dudas y prejuicios que ha propagado la educación anticatólica y los medios de comunicación. Este diálogo pre-sacramental no suple la instrucción que todo bautizado tiene derecho de esperar de sus pastores por otros medios e instancias evangelizadoras; tiende más bien a despertar e incrementar la fe en orden a una celebración más consciente, activa y provechosa de los sacramentos. Por eso, en nuestra diócesis, tiene carácter de obligatoriedad.
17. Naturaleza del Plan de Pastoral
El análisis serio de la realidad diocesana y su discernimiento a la luz del Evangelio, nos han conducido a señalar algunas opciones pastorales en las que todos debemos poner nuestra atención y nuestro empeño. A esto hemos llegado, pastores y fieles, mediante un esfuerzo común, a la luz de la Palabra de Dios, del Magisterio de la Iglesia y bajo la guía del Espíritu invocado en nuestra oración. También nosotros podemos decir que esto nos ha parecido bien “al Espíritu Santo y a nosotros” pues sinceramente nos hemos puesto bajo su guía y conducción. En este sentido el Plan Diocesano expresa de manera concreta la voluntad de Dios para todos nosotros en esta diócesis de Querétaro. Ciertamente es obra humana y por tanto imperfecta y perfectible; el mismo Plan así lo establece y queda sujeto a evaluación periódica y a posterior complementación; es cierto también que las resoluciones tomadas deben de adaptarse a cada lugar concreto y tener en cuenta la situación particular de los agentes de pastoral. Todo esto es verdad; pero esto de ninguna manera exime de su obligatoriedad sino que debe interpretarse como un llamado del Señor a una mayor creatividad y compromiso pastoral. El Plan de Pastoral obliga en toda la diócesis y a todos en la diócesis.
18. Bajo la guía del Espíritu
El Espíritu es el alma de la Iglesia y ella se desarrolla y crece gracias a su apoyo y guía. Él es quien explica a los fieles en el fondo del corazón los misterios de Dios revelados por Cristo, el único capaz de mover y transformar los corazones. Sin el Espíritu “ni las técnicas más refinadas, ni la dialéctica más convincente” pueden cambiar el corazón del hombre (cf EN 75). Es el Espíritu Santo el agente principal de la Evangelización y, por tanto, quien debe sostener y alimentar nuestro Plan Diocesano de Pastoral. Más aún, sólo él puede suscitar la humanidad nueva y la civilización del amor que queremos vivir en nuestra diócesis.
Fruto precioso de la acción del Espíritu en los Pastores es “la caridad pastoral” que hace superar la fatiga y la desilusión, el desinterés y la falta de alegría y de esperanza (cf EN 80) y nos lleva, como a Jesús, a dar gozosos la vida por las ovejas. Es el Espíritu Santo quien hace de cada cristiano, un proclamador alegre de su Reino y un implantador de su Iglesia en el mundo.
Tercero: La Iglesia mira al mundo
19. Nueva situación de la Iglesia en México
En el mes de enero del presente año se reformaron los artículos 3, 5, 24, 27 y 130 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos y el 14 de julio el Sr. Presidente de la República firmó la ley reglamentaria de dichos artículos que aparecieron al otro día en el Diario Oficial de la Federación con el título de “Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público”. En ella se trata todo lo referente a la libertad religiosa y, por lo tanto, de la nueva situación jurídica de la Iglesia Católica frente al Estado y ante la sociedad civil.
Los Obispos mexicanos emitimos una “Declaración” conjunta en la que aceptamos esta nueva situación legal, señalamos algunas de sus limitaciones y ambigüedades, e invitamos a todos a proseguir el diálogo con las autoridades civiles de modo que logremos una convivencia de mutuo respeto y de colaboración pacífica en todo lo que existe de noble y bueno para bien de nuestra patria. Para esto es necesario crear una nueva cultura de respeto a la ley, de diálogo y comprensión.
20. La Iglesia Católica y las minorías
Según los datos del último censo, en México más del 90% de la población mayor de 5 años es católica. Esto quiere decir que existe un grupo minoritario pero significativo de mexicanos que no comparten con nosotros la misma fe por diversos motivos. Esta minoría debe ser respetada y protegida por las leyes civiles. La Iglesia católica nació como una minoría y minoría también es en muchos países no cristianos. Se alegra, pues, de que se reconozcan y respeten los derechos de las minorías religiosas en el país.
La Ley Reglamentaria trata de tutelar ese derecho para todos, sin distinción, y eso es bueno. No se trata, pues, de una ley católica; no está a favor ni en contra de la Iglesia católica en particular, aunque todavía contenga algunas expresiones y medidas intimidatorias.
Sin embargo, el hecho de que la Iglesia católica sea la de la gran mayoría de los mexicanos y la de mayor arraigo en el país, hace que necesite mayores espacios y mayor presencia física y exigencias sociales, lo cual no implica privilegio alguno, sino constatación de un hecho histórico y social innegable.
21. La obediencia a las leyes civiles
Las recientes reformas constitucionales y su correspondiente Ley Reglamentaria no son, pues, una ley católica sino que proceden de un Estado laico y plural. Los legisladores representan a diversos partidos políticos, a distintas ideologías y a variados intereses. Estamos, pues, en un Estado plural y la ley lo refleja. De aquí la importancia, cuando hay elecciones, de fijarnos bien por quién vamos a votar.
Los católicos somos ciudadanos mexicanos que amamos a nuestro país y que respetamos a las autoridades legítimamente constituidas y a las leyes justas que de ellas emanan. Es deber cristiano acatar y obedecer esas mismas leyes mientras no sean violatorias de los derechos humanos o de la ley de Dios. Por eso hemos pedido leyes justas y posibles de cumplir, para no vernos obligados en conciencia a vivir al margen de la ley como hasta ahora lo tuvimos que hacer en materia religiosa. Este es un gran mal que la nueva ley trata de evitar y con la cual lealmente debemos colaborar. El reciente restable- cimiento de relaciones diplomáticas entre el Estado mexicano y la Santa Sede abren un espacio amplio a esta respetuosa y leal colaboración.
22. El César y Dios
Cuando Jesús ordena a los fariseos dar “al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”(Mt 22, 21), no sólo está marcando la legítima y necesaria separación entre el poder civil y la esfera religiosa, sino que también está afirmando que el César no es Dios. La autoridad civil tiene sus derechos y goza de una autonomía propia en los asuntos terrenos que el creyente debe reconocer y acatar, pero no puede pretender ocupar el lugar de Dios. Por otra parte, la Iglesia no se define como un poder igual o alternativo respecto al Estado, sino que su campo de acción es del orden moral, y espiritual, que el mismo Estado debe reconocer y respetar.
El Estado, como institución humana y terrena es, por su propia naturaleza, mutable e imperfecto y no raras veces se vuelve opresor. En estos casos la Iglesia –el cristiano– tiene el grave deber de denunciar la opresión y todo aquello que sea violatorio de los derechos y de la dignidad de la persona humana. Por otra parte, el cristiano sabe muy bien que bajo la superficie cambiante de las realidades terrenas, muchas veces perturbadas por el pecado, se esconden realidades y valores permanentes que tienen su último fundamento en Cristo, quien existe ayer, hoy y siempre. Bajo la luz de Cristo, primogénito de toda la creación, clave, centro y fin de la historia humana, la Iglesia escruta los signos de los tiempos para esclarecer el misterio del hombre y colaborar en la instauración de un orden cada vez más justo y más humano. Así la Iglesia, servidora del hombre, avanza juntamente con toda la humanidad, experimenta la suerte terrena del mundo y actúa como fermento y alma de la sociedad, que debe renovarse en Cristo y transformarse en familia de Dios.
23. La Iglesia y las iglesias
En el “credo” de la misa profesamos nuestra fe “en la Iglesia que es una, santa, católica y apostólica”. Esta es la Iglesia de Jesucristo a la cual, por gracia de Dios, pertenecemos y en la cual se nos ofrece y esperamos la salvación. No existe, pues, más que una sola Iglesia de Jesucristo. No obstante, después del Concilio Vaticano II, se comenzó a hablar de “iglesias”, en plural. Los mismos textos conciliares usan repetidas veces esta expresión para referirse a aquellas confesiones cristianas que contienen algunos elementos, no todos, de la Iglesia Verdadera, como son el bautismo, la Palabra de Dios, etc. y que sólo se encuentran en plenitud en la Iglesia católica. Estas son las llamadas “iglesias históricas”, con las cuales la Iglesia católica mantiene un diálogo respetuosos en busca de la unidad, y que no deben de confundirse por ningún motivo con los llamados “nuevos grupos religiosos” o con las sectas. Un católico debe de estar seguro de que pertenece a la verdadera Iglesia de Jesucristo, y esforzarse por amarla, conocerla mejor y seguir sus enseñanzas. Puede estar cierto de que, si practica y vive lo que la Iglesia le ofrece y enseña, está en el camino seguro de la salvación.
24. La Iglesia servidora
La Iglesia, como Jesucristo, es para el mundo; para que el mundo tenga vida en abundancia. Aunque su origen no es de este mundo sino divino, su presencia y realización están en este mundo, no para condenarlo sino para ayudar a su salvación. Por esta razón la Iglesia no compite con ningún poder temporal, sino que sirve al hombre y a todos los hombres anunciándoles a Jesucristo, su Salvador. Las realidades terrenas, salidas buenas de las manos del Creador, están ahora marcadas por el pecado del hombre y sometidas a su vanidad, egoísmo y ambición. La Iglesia sirve al hombre descubriéndole su dignidad de imagen e hijo de Dios; tutelando sus derechos, liberándolo de los ídolos del placer, tener y poder, y señalándoles su destino eterno. Tiene así la Iglesia la inmensa y gloriosa tarea de hacer de todos los pueblos una sola familia, la familia de los hijos de Dios y establecer en este mundo, desgarrado por el pecado, la civilización del amor. Así prepara la venida del Reino de Dios que pedimos en el padre nuestro.
25. La Iglesia y la promoción humana
El Reino de Dios tiene un origen divino y un destino trascendente.
No debe, pues, confundirse con el progreso humano temporal. Sin embargo, el Reino de Dios, en su realización concreta pasa por mediaciones e instancias temporales. Por eso la Iglesia exhorta a los cristianos, ciudadanos de la ciudad temporal y de la ciudad eterna, a cumplir fielmente con sus deberes guiados siempre por los valores del Evangelio.
Incurre en grave error el católico que piensa que puede desentenderse de sus tareas temporales cuando más bien es su fe la que lo impulsa y le exige el fiel cumplimiento de todas ellas. El católico que falta a sus obligaciones temporales, falta a sus deberes con el prójimo, falta a sus deberes con Dios y pone en peligro su salvación eterna. La fe cristiana impulsa al creyente a ejercer sus tareas temporales: familiares, sociales, económicas, políticas, culturales, etc. con perfección y responsabilidad uniendo en una síntesis vital el esfuerzo humano con los valores del Evangelio y la gracia de Dios. Tarea de la Iglesia será ofrecer a la sociedad civil ciudadanos honestos y justos, capaces de construir la civilización del amor, preludio y anticipo del Reino de Dios.
Cuarto: La Iglesia mira a María
26. La Virgen María
“En nuestros pueblos, el Evangelio ha sido anunciado y presentando a la Virgen María como su realización más alta. Desde los orígenes –en su aparición y advocación de Guadalupe– María constituyó el gran signo, de rostro maternal y misericordioso de la cercanía del Padre y de Cristo con quienes ella nos invita a entrar en comunión” (DP 282). Esta afirmación de los Obispos latinoamericanos es la constatación de un hecho que ha marcado profundamente la fe de nuestro continente y de nuestro pueblo. El Salvador es Jesucristo y no hay otro nombre dado a los hombres en vistas a su salvación más que el nombre santo y glorioso de nuestro Señor Jesucristo. Pero la fe en Jesucristo, el mismo Jesucristo, nos ha llegado por intervención de María Santísima. Por eso la Virgen María es un elemento cualificado e intrínseco de la genuina piedad de la Iglesia. El pueblo cristiano sabe bien que encuentra a María en la Iglesia Católica y que ella es su imagen y modelo. La Iglesia al contemplar a María ve en ella a la fiel creyente, a la discípula y perfecta imitadora de su Hijo Jesucristo. De esta manera María Santísima es la que nos educa en la fe, la que cuida que el Evangelio penetre nuestra vida diaria y produzca frutos de santidad. En el acontecimiento del Tepeyac María de Guadalupe tomó todo lo que de noble y bueno había en la religión y cultura de los naturales, lo unió admirablemente en una síntesis vigorosa y original con los valores del Evangelio y así hermanó a los dos pueblos en una sola raza y en una sola nación: el pueblo mexicano. Por eso Santa María de Guadalupe está en nuestro origen, sustenta nuestras raíces y pertenece a la identidad profunda de nuestro pueblo.
En esta hora singular, en que mediante el Plan Diocesano de Pastoral queremos empeñarnos en una evangelización renovada y renovadora de nuestra Iglesia, de nuestras vidas y de toda la sociedad, miramos filialmente a María Santísima y, con el título de Nuestra Señora de los Dolores de Soriano con que la invocamos como patrona diocesana, a ella nos encomendamos como Estrella de la Evangelización siempre renovada.
Mons. J. Manuel Pérez Esquivel Secretario-CancillerSantiago de Querétaro, Qro., Noviembre 20 de 1992.
Proclamación del Plan Diocesano de Pastoral.
† Mario De Gasperín Gasperín VIII Obispo de Querétaro