En la Asamblea Dominical, como en toda Celebración Eucarística, el encuentro con Jesús Resucitado se realiza mediante la participación en la doble mesa de la Palabra y del Pan de Vida.
La mesa de la Palabra continúa ofreciendo la comprensión de la Historia de la Salvación y, particularmente, la del Misterio Pascual que el mismo Señor Resucitado dispensó a los discípulos: «está presente en su Palabra, pues es Él mismo el que habla cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura» (SC 7).
En la mesa de la Eucaristía se hace real, sustancial y duradera la presencia del Señor Resucitado a través del Memorial de su Pasión y Resurrección, y se ofrece el Pan de Vida que es prenda de la gloria futura. El Concilio Vaticano II ha recordado que «la Liturgia de la Palabra y la Liturgia Eucarística, están tan estrechamente unidas entre sí, que constituyen un único acto de culto» (SC 56). El mismo Concilio ha establecido que, «para que la mesa de la Palabra de Dios se prepare con mayor abundancia para los fieles, ábranse con mayor amplitud los tesoros bíblicos».
Ha dispuesto, además, que en las Misas de los Domingos, así como en las de los días de Precepto, no se omita la homilía si no es por causa grave. Estas oportunas disposiciones han tenido un eco fiel en la reforma litúrgica, a propósito de la cual el Papa Pablo VI, al comentar la abundancia de Lecturas Bíblicas que se ofrecen para los Domingos y Días Festivos, escribía: «Todo esto se ha ordenado con el fin de aumentar cada vez más en los fieles el «hambre y sed de escuchar la Palabra del Señor» (cf. Am 8,11) que, bajo la guía del Espíritu Santo, impulse al pueblo de la Nueva Alianza a la perfecta unidad de la Iglesia».
Transcurridos ya 48-49 años desde el Concilio Vaticano II, es necesario verificar, mientras reflexionamos sobre la Eucaristía Dominical, de qué manera se proclama la Palabra de Dios, así como el crecimiento efectivo del conocimiento y del aprecio por la Sagrada Escritura en el Pueblo de Dios. Ambos aspectos, el de la celebración y el de la experiencia vivida, se relacionan íntimamente.
Por una parte, la posibilidad ofrecida por el Concilio Vaticano II de proclamar la Palabra de Dios en la lengua propia de la comunidad que participa, debe llevar a sentir una «nueva responsabilidad» ante la misma, haciendo «resplandecer, desde el mismo modo de leer o de cantar, el carácter peculiar del texto sagrado».
Por otra, es preciso que la escucha de la Palabra de Dios proclamada esté bien preparada en el ánimo de los fieles por un conocimiento adecuado de la Sagrada Escritura y, donde sea posible pastoralmente, por iniciativas específicas de profundización de los textos bíblicos, especialmente los de las Misas Festivas. En efecto, si la lectura del texto sagrado, hecha con espíritu de oración y con docilidad a la interpretación eclesial, no anima habitualmente la vida de las personas y de las familias cristianas, es difícil que la proclamación litúrgica de la Palabra de Dios pueda, por sí sola, producir los frutos esperados. Son muy loables, pues, las iniciativas con las que las comunidades parroquiales, preparan la Liturgia Dominical durante la semana, comprometiendo a cuantos participan en la Eucaristía —Sacerdotes, ministros y fieles—, a reflexionar previamente sobre la Palabra de Dios que será proclamada.
El objetivo al que se ha de tender es que toda la celebración, en cuanto oración, escucha, canto, y no sólo la homilía, exprese de algún modo el mensaje de la Liturgia Dominical, de manera que éste pueda incidir más eficazmente en todos los que toman parte en ella. Naturalmente se confía mucho en la responsabilidad de quienes ejercen el ministerio de la Palabra. A ellos les toca preparar con particular cuidado, mediante el estudio del texto sagrado y la oración, el comentario a la Palabra del Señor, expresando fielmente sus contenidos y actualizándolos en relación con los interrogantes y la vida de los hombres de nuestro tiempo.
No se ha de olvidar, por lo demás, que la proclamación litúrgica de la Palabra de Dios, sobre todo en el contexto de la Asamblea Eucarística, no es tanto un momento de meditación y de catequesis, sino que es el diálogo de Dios con su pueblo, en el cual son proclamadas las Maravillas de la Salvación y propuestas siempre de nuevo las exigencias de la Alianza. El Pueblo de Dios, por su parte, se siente llamado a responder a este diálogo de amor con la acción de gracias y la alabanza, pero verificando al mismo tiempo su fidelidad en el esfuerzo de una atenta y continua «conversión». La Asamblea Dominical compromete de este modo a una renovación interior de las promesas bautismales, que en cierto modo están implícitas al recitar el Credo y que la Liturgia prevé expresamente en la celebración de la Vigilia Pascual o cuando se administra el Bautismo durante la Misa. En este marco, la proclamación de la Palabra en la Celebración Eucarística del Domingo adquiere el tono solemne que ya el Antiguo Testamento preveía para los momentos de renovación de la Alianza, cuando se proclamaba la Ley y la comunidad de Israel era llamada, como el pueblo del desierto a los pies del Sinaí (cf. Ex 19,7-8; 24,3.7), a confirmar su «sí», renovando la opción de fidelidad a Dios y de adhesión a sus preceptos.
En efecto, Dios, al comunicar su Palabra, espera nuestra respuesta; respuesta que Cristo dio ya por nosotros con su «Amén» (cf. 2 Co 1,20-22) y que el Espíritu Santo hace resonar en nosotros de modo que lo que se ha escuchado impregne profundamente nuestra vida.
La Liturgia es para celebrarse y vivirse.
Pbro. José Guadalupe Martínez Osornio Presidente de la Comisión Diocesana para la Pastoral Litúrgica Publicado en el semanario «Diócesis de Querétaro», 18 de mayo de 2014