Queridos hermanos y hermanas todos en el Señor:
1. El dramatismo y el silencio de esta solemne liturgia nos orientan en esta tarde a centrar nuestra mirada en la cruz gloriosa donde por amor y sólo por amor, Jesucristo, el Hijo de Dios, fue clavado por nuestra salvación, entregando en ella el espíritu, consciente que de esta manera reconciliaría a todos los hombres con su Padre Dios. Dios se ha inclinado sobre nosotros, se ha abajado hasta llegar al rincón más oscuro de nuestra vida para tendernos la mano y alzarnos hacia él, para llevarnos hasta él. La Cruz nos habla de la fe en el poder de este amor, a creer que en cada situación de nuestra vida, de la historia, del mundo, Dios es capaz de vencer la muerte, el pecado, el mal, y darnos una vida nueva, resucitada. En la muerte en cruz del Hijo de Dios, está el germen de una nueva esperanza de vida, como el grano que muere dentro de la tierra. La Cruz de Jesús es la Palabra con la que Dios ha respondido al mal del mundo. A veces nos parece que Dios no responde al mal, que permanece en silencio. En realidad Dios ha hablado, ha respondido, y su respuesta es la Cruz de Cristo: una palabra que es amor, misericordia, perdón. Y también juicio: Dios nos juzga amándonos. Si acojo su amor estoy salvado, si lo rechazo me condeno, no por él, sino por mí mismo, porque Dios no condena, Él sólo ama y salva.
2. Al escuchar y contemplar la palabra de Dios en esta tarde quiero invitarles a que nos atrevamos a creerle a Dios, a creer que esto que acabamos de escuchar, es una verdad histórica que transforma la vida, el pensamiento, la cultura y por tanto capaz de llevar al hombre a la plena libertad y a la total felicidad. A creer que efectivamente: “Por sus llagas hemos sido curados” (Is 53, 5) de todos nuestros sufrimientos, de todas nuestras insatisfacciones, de toda nuestra falta de amor. La realidad que nos circunda y que cada vez más nos desafía nos puede poner en riesgo de caer en la indiferencia ante esta verdad, creyendo que es lo mismo vivir con Dios que sin Dios. “Nuestra fe es desafiada a vislumbrar el vino en que puede convertirse el agua y a descubrir el trigo que crece en medio de la cizaña” (EG, 84). El acontecimiento de la cruz hoy nos enseña que “El triunfo cristiano es siempre una cruz, pero una cruz que al mismo tiempo es bandera de victoria, que se lleva con una ternura combativa ante los embates del mal” (EG, 85). No es novedad que en nuestro día las tendencias e ideologías en muchos sectores de la cultura nos orienten a pensar lo contrario, que la fe es para personas pusilánimes. Países en Europa lo creyeron y han llegado a un punto en el cual, la fe es algo que no entra en la vida y la agenda de las personas y han perdido lo más valioso que habían recibido que era el don de la fe. Convirtiéndose en sociedades donde el imperio de la razón, el capital y el poder económico son lo más importante.
3. Queridos hermanos y hermanas, no dejemos que la fe sencilla en Jesucristo, sea robada de nuestras familias y de nuestra cultura. No dejemos que la cruz desaparezca de nuestra vida, física y espiritualmente. Estamos a tiempo de fortalecer la herencia cristiana que ha caracterizado a nuestro pueblo queretano; Querétaro se fundó históricamente a partir del aconteciendo en el cerro de Sangremal en 1531 y fue la cruz el signo de la victoria y de la paz. Una cruz que no sólo nos ha dado identidad, sino que también ha guiado nuestra fe y las costumbres que nos identifican como pueblo, sobre todo en los pueblos y comunidades indígenas. Necesitamos fortalecer la conciencia que la propia familia o el propio lugar de trabajo puede ser ese ambiente donde hay que conservar la fe y tratar de irradiarla. El Papa Francisco en este sentido nos exhorta a que “¡No nos dejemos robar la esperanza!” (EG, 86).
4. Hermanos y hermanas, dirijamos hoy a Cristo nuestra mirada, con frecuencia distraída por intereses terrenos superficiales y efímeros. Detengámonos a contemplar su cruz. La cruz es manantial de vida inmortal; es escuela de justicia y de paz; es patrimonio universal de perdón y de misericordia; es prueba permanente de un amor oblativo e infinito que llevó a Dios a hacerse hombre, vulnerable como nosotros, hasta morir crucificado. Sus brazos clavados se abren para cada ser humano y nos invitan a acercarnos a él con la seguridad de que nos va a acoger y estrechar en un abrazo de infinita ternura: “Cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12, 32).
5. Dejemos que en esta tarde nos interpele su mensaje. Permitámosle que ponga en crisis nuestras certezas humanas. Abrámosle el corazón. Jesús es la verdad que nos hace libres para amar. ¡No tengamos miedo! Al morir, el Señor salvó a los pecadores, es decir, a todos nosotros. El apóstol san Pedro escribe: “Sobre el madero llevó nuestros pecados en su cuerpo a fin de que, muertos a nuestros pecados, viviéramos para la justicia; por sus llagas habéis sido curados” (1 P 2, 24). Esta es la verdad del Viernes santo: en la cruz el Redentor nos devolvió la dignidad que nos pertenece, nos hizo hijos adoptivos de Dios, que nos creó a su imagen y semejanza. Permanezcamos, por tanto, en adoración ante la cruz. De frente a ella repitamos a lo largo de nuestra vida, en un actitud perenne, las palabras del salmista que apenas cantábamos: “Tú eres mi Dios y en tus manos está mi destino” (Sal 30, 15-16).
6. En la lectura de la carta a los hebreos, escuchamos la exhortación a “Mantenernos firmes en la profesión de nuestra fe” (cf. Hb, 4, 14). Creámosle al Evangelio. “¡No nos quedemos al margen de esa marcha de la esperanza viva!” (EG, 278). En esta noche cargada de silencio, cargada de esperanza, resuena la invitación que Dios nos dirige a través de las palabras de san Agustín: “Tengan fe. Ustedes vendrán a mí y gustarán los bienes de mi mesa, así como yo no he rechazado saborear los males de la suya… Les he prometido la vida… Como anticipo Les he dado mi muerte, como si les dijera: “Miren, yo les invito a participar en mi vida… Una vida donde nadie muere, una vida verdaderamente feliz, donde el alimento no perece, repara las fuerzas y nunca se agota. Vean a qué les invito… A la amistad con el Padre y el Espíritu Santo, a la cena eterna, a ser hermanos míos…, a participar en mi vida” (cf. Sermón 231, 5).
7. Fijemos nuestra mirada en Jesús crucificado y pidamos en la oración: “Ilumina, Señor, nuestro corazón, para que podamos seguirte por el camino de la Cruz; haz morir en nosotros el «hombre viejo», atado al egoísmo, al mal, al pecado, y haznos «hombres nuevos», hombres y mujeres santos, transformados y animados por tu amor”. Amén.
+ Faustino Armendáriz Jiménez Obispo de Querétaro