ORDENACIONES SACERDOTALES, Homilía.

HOMILÍA EN LA CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA CON MOTIVO DE LA ORDENACIÓN SACERDOTAL DE 11 DIÁCONOS

Plaza de los Dolores del Seminario Conciliar de Querétaro, Col. Hércules, Santiago de Querétaro, Qro., a 22 de abril de 2016.

Año de la Misericordia – Año de la Evaluación y Programación del PDP
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Estimado Sr. Obispo D. Hilario González García, Obispo de Linares,

Estimados hermanos sacerdotes,
Queridos ordenandos,
Apreciados miembros de la vida consagrada,
Hermanos y hermanas todos en el Señor:

1. Inmersos en el gozo de celebrar la Pascua, la geran fiesta de nuestra Reconciliación, y motivados por la mística del Gran Jubileo Extraordinario de la Misericordia, celebramos esta mañana la ordenación sacerdotal de estos 11 jóvenes diáconos, quienes al sentirse llamados por Dios, hoy confirman su sí de manera generosa y definitiva, para ser en el mundo testigos del amor misericordioso del Padre en favor de su pueblo.

2. Permítanme reflexionar con ustedes el texto del evangelio que acabamos de escuchar y saborear juntos la riqueza espiritual y pastoral que de él emerge, para poder bosquejar y vislumbrar el ser y la misión del ministerio sacerdotal, especialmente en el contexto social, cultural y eclesial al que estos jóvenes serán enviados.

3. La liturgia nos narra un trozo de la así llamada “Oración Sacerdotal” que san Juan nos presenta en el capítulo 17 de su evangelio. Jesús, —en el contexto de la gran fiesta de la Expiación (Lv 16, 23, 26-32), cuyo objetivo era volver a dar a Israel su carácter de pueblo santo tras las trasgresiones de todo un año, y encausarlo de nuevo hacia su destino de ser el pueblo de Dios en medio del mundo, restableciendo una y otra vez la armonía de la alianza trasgredida por el pecado —, en un actitud de total intimidad con su Padre Dios, se dirige a él, haciendo suyas las actitudes y prerrogativas de los sumos sacerdotes del Antiguo Testamento; haciendo suyas las palabras de la Escrituras que dicen: “Tu no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo, así que dije: ‘aquí estoy’” (Sal 40, 7), se ofrece a sí mismo como víctima, sacerdote y altar inaugurando un nuevo y definitivo culto. “Y así, mediante una sola oblación, él ha perfeccionado para siempre a los que santifica” (Heb 10, 14).

4. En esta oración Jesús se presenta como el sumo sacerdote del gran día de la Expiación. Ruega por sí mismo, por los Apóstoles y, finalmente, por todos los que después, por medio de su palabra, creerán en él: por la Iglesia de todos los tiempos. Esta oración es la puesta en práctica de la fiesta de la Expiación, es, por decirlo así, la fiesta siempre accesible de la reconciliación de Dios con los hombres. La cual después del sacrificio de Cristo en la cruz es una realidad cercana a nosotros en los sacramentos, principalmente en la Eucaristía y en la Reconciliación. Debemos sentirnos dichos de saber que en Cristo tenemos un Sumo Sacerdote que nos reconcilia con su Padre, asumiendo en su propio cuerpo las exigencias de la perfecta oblación.

5. Pero ¿qué es lo Jesús pide a su Padre? ¿de qué cosa le habla? Quiero fijarme en dos aspectos que son esenciales:

a. El primero de ellos: Jesús le pide a Dios, no que los saque del mundo, sino que los libre del mal; a él le preocupa la secularización de aquellos que el Padre le ha dado. Especialmente porque el mundo los odia. ¿Qué significa esto? El Papa Francisco en la Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium alertándonos de esta situación nos dice: “La mundanidad espiritual, que se esconde detrás de apariencias de religiosidad e incluso de amor a la Iglesia, es buscar, en lugar de la gloria del Señor, la gloria humana y el bienestar personal (cf. EG. 93). Olvidándose de lo esencial, olvidándose de la pertenencia a Dios, olvidándose del evangelio. “Esta oscura mundanidad se manifiesta en muchas actitudes aparentemente opuestas pero con la misma pretensión de «dominar el espacio de la Iglesia». En algunos hay un cuidado ostentoso de la liturgia, de la doctrina y del prestigio de la Iglesia, pero sin preocuparles que el Evangelio tenga una real inserción en el Pueblo fiel de Dios y en las necesidades concretas de la historia. Así, la vida de la Iglesia se convierte en una pieza de museo o en una posesión de pocos. En otros, la misma mundanidad espiritual se esconde detrás de una fascinación por mostrar conquistas sociales y políticas, o en una vanagloria ligada a la gestión de asuntos prácticos, o en un embeleso por las dinámicas de autoayuda y de realización autorreferencial” (EG, 95).

Queridos diáconos, esta mundanidad asfixiante se sana tomándole el gusto al aire puro del Espíritu Santo, que nos libera de estar centrados en nosotros mismos, escondidos en una apariencia religiosa vacía de Dios. Esta mundanidad se sana cuando somos hombres de oración y de constante dialogo con su Palabra. En el tiempo en que vivimos, es especialmente importante que la llamada a participar en el único sacerdocio de Cristo en el ministerio ordenado, florezca en el «carisma de la profecía»: hay gran necesidad de sacerdotes que hablen de Dios al mundo y que presenten el mundo a Dios; hombres no sujetos a efímeras modas culturales, sino capaces de vivir auténticamente la libertad que sólo la certeza de la pertenencia a Dios puede dar. El Papa Benedicto XVI en alguna ocasión dijo a un grupo de sacerdotes: “Queridos sacerdotes, los hombres y las mujeres de nuestro tiempo sólo nos piden que seamos sacerdotes de verdad y nada más. Los fieles laicos encontrarán en muchas otras personas aquello que humanamente necesitan, pero sólo en el sacerdote podrán encontrar la Palabra de Dios que siempre deben tener en los labios (cf. Presbyterorum ordinis, 4); la misericordia del Padre, abundante y gratuitamente dada en el sacramento de la Reconciliación; y el Pan de vida nueva, «alimento verdadero dado a los hombres»” (Discurso, vienes 12 de marzo de 2010).

Ustedes queridos ordenandos, están en el mundo pero no son del mundo. En el modo de pensar, de hablar, de juzgar los hechos del mundo, de servir y de amar, de relacionarse con las personas, incluso en el hábito, ustedes deberán sacar la fuerza profética de su pertenencia sacramental, de su ser profundo. Por consiguiente, deben poner sumo esmero en preservarse de la mentalidad dominante, que tiende a asociar el valor del ministro no a su persona, sino sólo a su función, negando así la obra de Dios, que incide en la identidad profunda de la persona del sacerdote, configurándolo a sí de modo definitivo (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1583). La vocación del sacerdote, por tanto, es altísima y sigue siendo un gran misterio incluso para quienes la hemos recibido como don. Nuestras limitaciones y debilidades deben inducirnos a vivir y a custodiar con profunda fe este don precioso, con el que Cristo nos ha configurado a sí, haciéndonos partícipes de su misión salvífica. De hecho, la comprensión del sacerdocio ministerial está vinculada a la fe y requiere, de modo cada vez más firme, una continuidad radical entre la formación recibida en el seminario y la formación permanente. La vida profética, sin componendas, con la que serviremos a Dios y al mundo, anunciando el Evangelio y celebrando los sacramentos, favorecerá la venida del reino de Dios ya presente y el crecimiento del pueblo de Dios en la fe.

b. El segundo aspecto es la siguiente: Jesús le pide a Dios que santifique a sus discípulos en la verdad, así como él se santifica a sí mismo por ellos, para que también ellos sean santificados en la verdad. (cf. v. 19). ¿Qué significa santificar? ¿Por qué Jesús pide esto para sus discípulos? Santificar – consagrar, significa traspasar algo, persona o cosa, a la propiedad de Dios y especialmente su destinación para el culto. Esto es un proceso que comprende dos aspectos aparentemente opuestos entre sí, pero que en realidad van interiormente unidos. Por una parte “consagración”, en el sentido de “santificación”, es una segregación del resto del entorno propio de la vida personal del hombre. Lo consagrado es elevado a una nueva esfera que ya no está a disposición del hombre, pero esta segregación incluye especialmente al mismo tiempo el “para”: precisamente porque se entrega totalmente a Dios, esta realidad existe ahora para el mundo, para los hombres, los representa y los debe sanar. Segregación y misión forman una única realidad completa. Por esto, queridos diáconos, si hoy están aquí es porque, como escuchamos en la primera lectura, Dios los consagró, incluso desde antes haber sido formados en el vientre de su madre (Jr 1, 5).

En libro del Éxodo, la consagración sacerdotal de los hijos de Aarón tiene lugar mediante su revestimiento con las vestiduras sagradas y con la unción (cf. 29, 1-9); en el ritual del día de la Expiación se habla también del baño completo antes de ponerse las vestiduras sagradas. Ustedes diáconos, a diferencia de los sacerdotes del Antiguo Testamento, serán santificados en la verdad. La verdad es el baño que los purifica, la verdad es la vestidura y la unción que necesitan. Esta verdad purificadora y santificadora es Cristo mismo. Han de ser sumergidos en él, han de ser como revestidos de él, y, de este modo, serán partícipes de su consagración, de su cometido sacerdotal, de su sacrificio y de su misión.

6. Quiero invitarles para que graben estas palabras en su corazón, más aún, quiero invitarles para que día con día vuelvan a ellas, para que no pierdan de vista el modelo del sacerdocio al que ustedes han sido promovidos; es el sacerdocio de Jesucristo, lo que significa que como Jesús, también ustedes están llamados a desarrollar ‘paulatinamente’ esta realidad en su vida y en la misión de la Iglesia. Especialmente en este tiempo en el que nuestro mundo necesita de la ‘misericordia de Dios’; cuando necesita experimentar la ‘gran fiesta de la Expiación’ inaugurada ahora por Cristo en la cruz. Nuestro mundo gime con gemidos inenarrables, que necesita ser abrazado por el amor y la ternura de Dios. Es por ello que les invito para que consideren que la misericordia, antes de ser una actitud o una virtud humana, es la elección definitiva de Dios en favor de cada ser humano para su eterna salvación; elección sellada con la sangre del Hijo de Dios. Ustedes son elegidos para hacer viva y eficaz en el corazón de los fieles esta misericordia.

7. Ustedes al ser consagrados en la verdad, recibirán la potestad de poder ejercitar la misericordia del Padre en el Sacramento de la Reconciliación. Les pido que ‘amen’ este sacramento y sean ustedes los primeros en acercarse a él para experimentar la misericordia del Padre y así, siempre estén dispuestos a celebrarlo con su pueblo. Cuando, como confesores, vamos al confesionario para acoger a los hermanos y a las hermanas, debemos recordarnos siempre que para ellos somos instrumentos de la misericordia de Dios. Por lo tanto, estemos atentos a no poner obstáculo a este don de salvación. El confesor es, él mismo, un pecador, un hombre siempre necesitado de perdón; él, en primer lugar, no puede renunciar a la misericordia de Dios, que lo ha «elegido» y lo ha «constituido» (cf. Jn 15, 16) para esta gran tarea. Cada absolución es, en cierto modo, un jubileo del corazón, que alegra no sólo al fiel y a la Iglesia, sino sobre todo a Dios mismo. Por ello, ¡dispónganse! especialmente para que puedan atender las nuevas circunstancias y las nuevas exigencias a las que nuestros fieles se ven expuestos. Sobre todo en los temas de la vida, la familia y el matrimonio. Especialmente acompañando, discerniendo y acogiendo la fragilidad de muchos hijos que en el camino de la vida matrimonial han sido heridos y han tenido que tomar otros caminos diferentes en su vida.

8. Amen, cuiden y defiendan el sacerdocio que hoy con tanta alegría y esperanza abrazan. Sepan que en los momentos de dificultad y de duda es Jesús el primero que rezará por ustedes. No se olviden que si en el proceso formativo la Santísima Virgen María los ha acompañado, con mayor seguridad estará con ustedes en su vida sacerdotal, por eso les invito para que siguiendo esta oración juntos le digamos:

“Oh María, Madre de Jesucristo y Madre de los sacerdotes,
al iniciar esta nueva etapa de la vida en estos 11 jóvenes,
vigila con amor el ministerio que hoy abrazan con alegría y con esperanza.
Que tu sí, sea su sí; que tu fe, sea su fe; que tu prontitud, sea su prontitud,
para que no duden en consagrarse
todos los días en la Verdad que es tu mismo Hijo Jesucristo.

Oh María, Madre de Jesucristo y Madre de los sacerdotes,
custodia su corazón de la mundanidad espiritual
a la que muchas veces se verán expuestos por el odio del mundo
o descuido de la oración;
ellos, no son del mundo, pero vivirán en el mundo,
ellos, así como tu Hijo, serán enviados al mundo;
que vivan siempre sumergidos en la escucha y la palabra
de Aquel que es la Palabra y que tu llevaste en tu vientre.

Oh María, Madre de Jesucristo y Madre de los sacerdotes,
intercede por ellos para que sean siempre, consagrados en la Verdad,
conscientes que tu Hijo Jesús, Verdad y Vida,
es el baño que los purifica,
es la vestidura y unción que necesitan,
es la misericordia que los abraza
y los lanza a ser misericordiosos como el Padre. Amén”.

+ Faustino Armendáriz Jiménez
Obispo de Querétaro