La liturgia abre el tiempo de adviento con el grito angustioso y esperanzador de Isaías al contemplar la desolación de Jerusalén: “Ojalá rasgaras los cielos y bajaras, estremeciendo las montañas con tu presencia”. Desea y suplica el profeta a Dios una nueva manifestación poderosa, como un nuevo y estremecedor Sinaí que reavive la fe del pueblo.
Un cielo cerrado, aunque cargado con la presencia poderosa de Dios, de nada sirve al hombre. Así, ni llegan a Dios las súplicas del hombre ni la luz celestial ilumina las tinieblas de la tierra. El cielo sellado es el hombre abandonado a sus propias fuerzas. El hombre no puede subir hasta Dios; es Dios quien tiene que acercarse a él: “Nadie invocaba tu nombre, nadie se levantaba para refugiarse en ti, porque Tú nos ocultabas tu rostro y nos dejabas a merced de nuestra culpas”. La lejanía de Dios es la perdición del hombre.
El evangelio responde con un imperativo: ¡Vigilad! Esta es la actitud del cristiano mientras está en este mundo. Dios ya abrió los cielos y descendió en Belén, no estremeciendo los montes sino moviendo los corazones. El Dios que vino en Belén, sigue viniendo en los hermanos y vendrá con gloria y majestad. Por eso, “velen y estén preparados, porque no saben el momento”. Estar en vela es esperar a alguien, al ladrón que amenaza o al esposo que viene a celebrar la fiesta. La vigilia se hace durante la noche. El que vela no se deja dominar por la oscuridad nocturna, sino que contempla las estrellas y otea el horizonte para descubrir, con los ojos abiertos, la primera luz del alba que anuncia la aparición del Sol de Justicia, que es Jesucristo.
El cristiano es hombre en vela. No se deja dominar por el sueño, ni lo absorbe la noche, sino que espera en el Señor que viene a regir la tierra, a hacer justicia. A rescatar a los que adquirió al precio de su sangre. Los pastores, por estar en vela sobre su rebaños, miraron los primeros al Salvador; José, por ser hombre de corazón vigilante, rescató a Jesús de las manos de Herodes; Jesús, por haber pasado la noche en oración en el huerto de los Olivos, recibió el conforto del ángel y salió victorioso de su pasión. El que vela, encuentra, vence y se salva.
Los monjes suelen levantarse a cantar las alabanzas del Señor durante la noche. Son signo de la iglesia en vela. Lo mismo hacen las monjas de clausura y los adoradores nocturnos del Santísimo Sacramento. A los cristianos se nos recomiendan las oraciones vespertinas, para poner la vida y nuestro descanso en las manos del Señor. Las sombras abundan en nuestro derredor y son muchos los hijos de la luz que pactan con los hijos de las tinieblas y viven adormilados y en el descuido. No velan, pero sí se desvelan por ganancias, lujos, diversiones y banalidades. El Señor, que siempre está viniendo, pasará de largo a su lado. La advertencia del evangelio resuena en la Iglesia: “Velen. No vaya a suceder que llegue de repente y los halle durmiendo”. Al elemento sorpresa se añadiría el ridículo. Sería fatal.
† Mario De Gasperín Gasperín Obispo de Querétaro