(La alegría de ser discípulo misionero) Sin duda una de las tareas más difíciles de mi ministerio sacerdotal es acompañar a un hermano a bien morir, y es que la única certeza que llevamos impresa en nuestro ser es esta realidad que evadimos. “Hemos de morir” no sabemos ni cómo ni cuándo ni dónde y lo que es más, en este país nuestro que sales de casa a tus actividades diarias y no sabes si regresarás sano y salvo, no podemos cerrar los ojos ante la impunidad con la que pasean los que arrebatan vidas y destruyen esperanzas. Estar preparado para enfrentar esta realidad se ha vuelto un deporte nacional, los jóvenes viviendo a tope pues no saben si luego no podrán hacer lo que esperan de la vida, los que tienen bienes con el temor constante de quienes sin trabajar pretenden arrebatarles el fruto de sus desvelos. Y los pobres en medio de fuegos cruzados donde su única riqueza que es la vida, les es arrebatada con mayor impunidad pues sus muertes no son noticias; en fin que nadie está a salvo en una aparente paz social en donde nada pasa, o lo que sucede está lejos de nuestras inciertas seguridades. Triste, pero real panorama del México que nos toca vivir, y los que sobrevivan que dirán a las futuras generaciones de lo que no supimos defender y que nos arrebató la vida.
Muchas son las actitudes que a lo largo de los años he contemplado en los últimos momentos de vida de muchos que me ha tocado acompañar (3 años fui capellán de hospital lo que me hacía convivir con esta realidad permanentemente) y salvo algunas raras excepciones la mayoría de las veces he encontrado verdaderas enseñanzas pues la grandeza de las almas se mide justo en este cara a cara con la muerte. Infinidad de anécdotas podría compartirles, pero baste una. Don Tomás era un hombre de campo que nunca, como él me decía en su larga vida de 80 años se había enfermado, cuando el cáncer llegó a su vida, él ya lo esperaba, pues como me solía decir: de algo me tenía que morir padrecito –nunca a nadie le hecho mal–, pues desde niño supe que Dios me ve- bella afirmación que solo un alma grande de creyente sencillo podía hacer. “Dios me ve” cuando ya se acercaba lo inevitable me apretaba la mano con una fuerza de hombre que siempre ha labrado la tierra y me decía con débil voz, pero ojos limpios mirando a donde yo no alcanzaba mirar. –Vuelvo a la Casa del Padre. Últimas palabras que quiero hacer mías y que les envió a ustedes como una certeza de quienes saben que morir es el dulce trance de regresar a la Casa del Padre, es hacer realidad todas nuestras esperanzas de eternidad.
Discutían dos filósofos que quien estaba más cerca del misterio de Dios: ¿los teólogos, los filósofos, los poetas, los consagrados, los príncipes de la Iglesia? Cuando una voz sonó en el tiempo y la respuesta les dijo: “Los que más cerca están de mí son los niños porque acaban de salir de mis manos y son los abuelos porque pronto regresarán a ellas”.
En este Domingo que los mexicanos celebramos con toda nuestra tradición festiva el Día de Muertos, es bueno recordar que este trance que todos pasaremos es para los creyentes un dulce retorno a las manos que nos dieron la vida, es ¡Volver a la casa del Padre! Con mis pobres oraciones, necesitado siempre de las vuestras. @Pbro_JRodrigo
Pbro. Rodrigo López Cepeda Publicado en el periódico “Diócesis de Querétaro” del 2 de noviembre de 2014